ntre la gran variedad de temas que pueden abordar dos grandes artistas neoyorkinos –apasionado uno, el director Martin Scorsese, por el poder de las imágenes, obsesionada su interlocutora, la humorista y escritora Frances Ann Lebowitz, por la bibliofilia y por el poder avasallador de las palabras–, sobresale, como un interés compartido, el placer que a los dos les procura vivir en Nueva York. En Supongamos que Nueva York es una ciudad ( Pretend it’s a city, 2021), la miniserie de siete episodios de media hora cada uno, dirigida por Martin Scorsese, actualmente disponible en Netflix, el director de Taxi driver prosigue el diálogo iniciado hace once años con Fran Lebowitz en Public Speaking (2010), un documental para HBO. Lo que en aquel entonces fuera una exploración de las opiniones de la autora de Metropolitan Life (1978) sobre el impacto de las élites en la vida cultural neoyorkina, y el auge incontenible del racismo y la misoginia en la sociedad estadunidense, se vuelve ahora, en la miniserie de Scorsese, una mirada crítica, a menudo sarcástica, a los ritos y manías de la gente que, a la manera de la propia escritora, vive Nueva York en una perpetua relación de amor y odio.
Para la serie de conversaciones que el director sostiene con su entrevistada Lebowitz, y en las que él mantiene una distancia prudente con el propósito de dejarle libre el escenario, se eligen tres sitios emblemáticos: un museo en Queens, donde figura una enorme maqueta de Manhattan y sus alrededores, el club privado The Players, punto histórico de reunión de la bohemia artística neoyorkina, y el interior de un teatro donde la escritora dialoga con sus seguidores. Fran Lebowitz hace gala ahí de sus virtudes más reconocidas: la agilidad mental, la réplica aguda, el inconformismo social, la incorrección política. Evoca también su llegada a Nueva York en 1968, a los 18 años, desde su natal Morristown, Nueva Jersey, y sus difíciles inicios laborales como empleada doméstica, mesera y conductora de taxis. No tarda mucho tiempo en relacionarse con la vanguardia intelectual del momento, elabora crónicas urbanas mundanas y algo de crítica de cine y comentarios literarios. Su chispeante ingenio verbal, su estilo de vida desenfadado, su declarada autonomía y su inocultable y jamás negada disidencia sexual, la convierten muy pronto y para muchos en una heredera directa de la escritora Dorothy Parker. Escribe para la revista Interview de Andy Warhol, y frecuenta a los artistas Robert Mapplethorpe y Peter Hujar. Una parte de esa intensidad vital es la sustancia y columna vertebral de la miniserie documental Supongamos que Nueva York es una ciudad; la otra parte es la metrópolis misma, camaleónica y desafiante, donde resulta imposible vivir al margen del éxito y del dinero, dos valores que Lebowitz afirma desdeñar, aun cuando son dos ejes principales de su implacable disección como cronista urbana.
Martin Scorsese organiza visualmente el caos aparente de las evocaciones biográficas y los exabruptos acerbos de su interlocutora. Una edición muy ágil recupera imágenes de archivo –el Nueva York vintage de los viejos inmigrantes, las continuas metamorfosis del espacio urbano actual– y añade extractos de películas que ilustran las peripecias de Lebowitz, a ratos un doble involuntario del Griffin Dunne de Después de hora (Sorsesese, 1985). Entre los momentos hilarantes de la película destaca la plática, altercado de ideas, que sostiene la escritora con Spike Lee a propósito de la afición deportiva. Lo que para el cineasta es una pasión irredimible, para la cronista cultural es un absurdo o una pérdida de tiempo. Lebowitz expresa con aplomo y severidad jupiteriana sus opiniones sobre la horrenda arquitectura actual en los edificios neoyorkinos (remedo de la existente en los Emiratos Árabes), sobre las adicciones a una tecnología tiránica y omnipresente (la escritora no posee computadora ni teléfono inteligente, y abomina las redes sociales), o sobre el culto desmedido a una vida saludable que en el pasado de su infancia pudo haber sido menos saludable, pero que posiblemente fuera más vida, son secuencias memorables en el documental. Enfundada siempre en un traje masculino, simpática y altanera a un tiempo, mezcla andrógina y bohemia de Quentin Crisp y Oscar Wilde, ella podría hacer suyo el comentario de Groucho Marx: Jamás pertenecería a un club que me aceptara como miembro
. En lugar de eso, Lebowitz prefiere una frase más definitiva: Supe lo que era el talento porque carecía de él
.