A finales de los años 70, el adolescente Gerardo Alcalá repro-bó educación física. Para preparar el examen fue a correr a la pista de calentamiento de Ciudad Universitaria. Llegó sin la ropa adecuada. Un pantalón marrón de pana y unos tenis de lona. Sin embargo, ahí vivió algo como una epifanía. La emoción de lo desconocido lo llevó a tener fantasías sobre el futuro. Decidió que se dedicaría al atletismo e incluso se vio como competidor olímpico.

Alcalá cuenta esto durante la presentación de su libro Correr a fondo, texto que no pretende ofrecer consejos ni recomendaciones técnicas, sino que se trata de una confesión emocional de los 43 años que el autor lleva dedicados al atletismo.

Después de aquella revelación, Alcalá tuvo su primera prueba verdadera. Una competencia en la cual aprendió que la imaginación suele estar muy distante de la realidad.

Entrega y disciplina

Ni siquiera me dejaron terminar, cuenta Alcalá; los rivales ya me habían sacado una vuelta de ventaja y me pidieron que me saliera.

El corredor afirma que ahí descubrió la diferencia entre participar y competir. Lo que las distingue, explica, es la entrega y la disci-plina del trabajo diario para conseguir las metas.

Recogí las ruinas de mis ilusiones y tuve que replantear mis metas. El esfuerzo diario me hizo comprender que cuando hacemos un esfuerzo por voluntad propia no hay sacrificio. Correr para mí era liberador.

Con esa certidumbre, Alcalá se convirtió en medallista panamericano y centroamericano. Llegó a competir incluso en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984.

Aprendí a vencer mis temores. Pero no era el temor al fracaso o a morir, como es razonable, si-no a lanzarnos por nuestros anhelos. Es decir, perdí el miedo a vivir.