l despiadado asesinato de Óscar Eyraud Adams, indígena kumiai, defensor del agua y la cultura, cometido hace unos días en Tecate, Baja California, viene a sumarse al de otros 152 ambientalistas ultimados en México de 1995 a la fecha. Hoy, ser defensor ambiental en el terreno donde ocurren los conflictos es una empresa sumamente peligrosa. Las agresiones a los defensores de la naturaleza son ya un fenómeno mundial, según documenta la organización Global Witness, que se ocupa de este asunto a escala planetaria y publica un recuento cada año. Entre 2002 y 2013 la cifra de personas asesinadas por proteger el ambiente fue de 908. Hacia 2017 fueron privados de la vida 207 defensores, para 2018 otros 165 y otros 212 en 2019. Hasta 40 por ciento pertenecían a alguna cultura indígena. Tres cuartas partes de los asesinatos ocurrieron en América Latina y los países con mayor número son Brasil, seguido de Colombia, Filipinas, Honduras, México y China (www.globalwitness.org).
En México, las agresiones y asesinatos contra los ambientalistas han aumentado al igual que contra las mujeres, los periodistas y los que defienden los derechos humanos. Esto lo sabemos por innumerables reportes, los tres informes preparados por el Centro de Derecho Ambiental (Cemda) en 2014, 2015 y 2018 y, especialmente, por la minuciosa investigación realizada desde la UNAM por Lucía Velázquez, Pablo Alarcón-Chaires y Diana Manrique titulada Defensores ambientales y derechos humanos en México, de próxima publicación. Según ese estudio, entre 1995 y 2019 ocurrieron 500 agresiones a activistas y líderes ambientales, de las cuales unas 150 acabaron con la vida de los agredidos. Se trata fundamentalmente de ecologistas rurales, de habitantes de regiones y comunidades campesinas e indígenas, que al defender sus territorios se enfrentan a poderosos intereses: mineras, cerveceras, talamontes, agronegocios, empresas turísticas y eólicas, pero también a proyectos gubernamentales, como presas, carreteras, hidroeléctricas, gasoductos y pozos petroleros. La defensa de bosques, selvas, manantiales, ríos, lagunas y manglares es también una tarea de alto riesgo.
Los estados con el mayor número de agresiones y asesinatos son Guerrero, Oaxaca y Michoacán. Registradas en el tiempo, las agresiones se multiplicaron por 15 entre 2010 y 2015, y los asesinatos se incrementaron a través de los sexenios, pasando de 23 (Ernesto Zedillo) a 35 (Felipe Calderón) y 65 (Enrique Peña Nieto). Los 18 ambientalistas asesinados bajo el gobierno actual no anuncian ningún cambio.
Resulta imposible hacer un recuento de este panorama terrible. Sólo para refrescar la memoria de lo acaecido diremos que dos de los colectivos más agredidos han sido la Organización de Campesinos Ecologistas de la Sierra de Petatlán y Coyuca de Catalán, y las comunidades que se han opuesto a la presa de La Parota con 13 asesinados, ambos en Guerrero. Por su parte las compañías mineras han perpetrado 55 agresiones contra quienes se oponen a sus proyectos, incluyendo una docena de defensores asesinados. Destacan también las agresiones relacionadas con presas, acueductos y proyectos hidráulicos e hidroeléctricos en 20 puntos del país, como El Zapotillo, en Jalisco, y el Proyecto Integral Morelos, un gasoducto que cruza Tlaxcala, Puebla y Morelos, y donde fue asesinado el destacado dirigente Samir Flores. Sobresalen además los casos de Mario Luna Romero y de Fernando Jiménez Gutiérrez, líderes de la comunidad indígena yaqui en Sonora, quienes encabezaban una campaña para detener la construcción del Acueducto Independencia. Por último, destacan los casos de Homero Gómez González y Raúl Hernández Romero, defensores de la mariposa monarca y de los bosques en el estado de Michoacán, ultimados en 2020.
Detrás de cada agresión y del nombre de cada ambientalista masacrado hay una injusticia descomunal, un acto prepotente, un inmenso dolor individual y colectivo, y especialmente una deuda de la sociedad entera. Hay al menos tres acciones para comenzar a compensar estas tragedias. Es urgente que el Estado adopte un mecanismo de seguimiento de los conflictos ambientales y ofrezca protección a los ciudadanos y colectivos amenazados o agredidos. Se debe igualmente honrar la memoria de cada ambientalista caído mediante la fundación de un espacio público (memorial) que dé fe de lo acontecido en cada batalla por la defensa de la vida. Finalmente, México debe ratificar, a través del Senado, el llamado Acuerdo de Escazú, un tratado aprobado por 24 países de América Latina y el Caribe en marzo de 2018 y promulgado para garantizar el derecho de los ciudadanos a luchar por un ambiente sano y en equilibrio.