l espectáculo deportivo más popular en Francia es, sin duda alguna, la competencia ciclista llamada Tour de Francia. A pesar de la pandemia del Covid-19 y las subsecuentes medidas de prevención sanitaria, la competencia mantiene su centésima séptima edición este año. Ante la imposibilidad de realizarla durante julio, como es costumbre desde finales de la Segunda Guerra Mundial, debido a la prohibición de agrupamientos populares favorables al contagio, los organizadores prefirieron posponerla. La idea de llevar a cabo el Tour sin espectadores fue de inmediato rechazada. En efecto, esta competencia, seguida en directo por televisoras del mundo entero, se sigue también en persona durante sus tres semanas de aplausos y entusiasmo: a lo largo de todo su recorrido una valla humana, personas enmascaradas a causa del nuevo coronavirus en esta ocasión, celebra a los ídolos de la petite reine (la pequeña reina), como llaman cariñosamente a la bicicleta sus admiradores. Espectáculo gratuito, la gente puede asistir a su antojo a una parte u otra del trayecto que atraviesa planicies y montañas, ciudades y aldeas de Francia.
Aunque los beneficios de las televisoras y de los anunciantes se cifran en millones de euros, los ciclistas, héroes populares, no ganan las cuantiosas sumas de un jugador de tenis, y menos aún las cantidades fabulosas de los ídolos del futbol. Razón de más para ser admirados por el público popular como paladines surgidos de su propio mundo social. Estos campeones fascinan, en especial, a los niños, quienes sueñan poder igualar, algún día, esa virtuosa maestría de la bicicleta.
No debe olvidarse la importancia que tiene para las distintas regiones el paso de la competencia ciclista por su territorio. Los cronistas de televisión, apoyados en las imágenes tomadas desde helicópteros de los hermosos paisajes, los castillos medievales, los palacios renacentistas, los antiguos monasterios, las ciudades fortificadas, para incitar a visitar esas zonas y dar un sabroso vistazo histórico de monumentos y sitios. Así, el diseño de cada Tour se discute año tras año entre organizadores del giro, anunciantes y regiones.
Pero, mientras el espectador se deleita con los paisajes y se emociona con la competencia de los semidioses, estos campeones trepan picos de montañas, altas de 2 mil metros y más, de los Pirineos, el Macizo Central, los Alpes, El Jura y los Vosges, y descienden de sus cimas a velocidades que los hacen correr riesgos mortales cuando alcanzan casi 100 kilómetros por hora, apenas protegidos con un casco en la cabeza. La sed, el hambre, el agotamiento físico, los calambres, las caídas son otros enemigos de estos héroes que divierten con sus proezas, su sudor y sus riesgos a sus adoradores.
Gladiadores modernos, los campeones ciclistas ponen en peligro su vida en estos nuevos juegos de circo a cuyos espectadores son tan aficionados. Cabe recordar la frase de los gladiadores romanos pronunciada cuando aparecían en la arena fatídica dirigiéndose al emperador: Ave Coesar, morituri te salutant (Ave César, quienes van a morir te saludan). Hoy, el emperador es el innumerable público de espectadores. Los políticos lo saben tan bien que nunca pierden la oportunidad de mostrarse ante las cámaras de televisión en compañía de los vencedores de una u otra etapa, con la intención de compartir su gloria, siempre de buen provecho, sobre todo en periodo electoral.
El mejor comentador del Tour de Francia fue sin duda el escritor Antoine Blondin, quien lo siguió numerosos años como periodista del diario deportivo L’Equipe, donde tenía una tribuna tan célebre como leída. Este autor conoció el éxito con una novela, Un singe en hiver (Un mono en invierno), adaptada para una película con los famosos actores Jean Gabin y el entonces joven Jean-Paul Belmondo, quienes se impusieron en un magnífico dúo de viajeros de los sueños y vapores de la ebriedad. Acaso la misma que vive el ciclista de fondo.