esulta un ejercicio apasionante releer Fahrenheit 451 en esta época de pandemia, de tragedia sin límites.
El pasado 22 de agosto se cumplieron cien años del nacimiento en Waukegan, Illinois, Estados Unidos, del gran escritor Ray Bradbury. Su obra, sin embargo, mantiene una frescura excepcional. Y es que imagina el futuro a través de una agudísima y demoledora mirada crítica sobre el modelo yanqui de entonces y del presente.
Publicó en 1953 una novela reveladora, Fahrenheit 451, que desafía el macartismo y el aparato represivo del sistema con una denuncia del reinado de la estupidez y de la persecución y censura de la inteligencia, de la memoria, del legado humanista de la cultura occidental, de todo aquello que el fascismo considera herético.
El título de la novela alude a la temperatura que se requiere para quemar el papel. En el Estados Unidos de Fah-renheit 451, los libros están prohibidos. Según el discurso oficial, son objetos nocivos, maléficos; inoculan pensamientos confusos e inquietantes en la gente; obstaculizan su acceso a la felicidad; le ofrecen el caos frente a las certezas
de una cotidianidad aletargada.
Todo el que oculte una biblioteca personal o unos pocos volúmenes viola la ley y debe ser denunciado. Tras la delación, se movilizan los bomberos
, que no usan chorros de agua, sino de fuego, y reducen a cenizas cada libro que encuentran ante los ojos horrorizados de sus propietarios.
Veinte años antes de la publicación de Fahrenheit 451, en 1933, el líder estudiantil nazi Herbert Gutjahr encabezó junto a Goebbels la llamada Acción contra el espíritu antialemán
. Más de 20 mil libros fueron quemados en la Opernplatz de Berlín. Gutjahr vociferó: Entrego al fuego todo lo que simbolice al espíritu no alemán
. Actos y discursos similares tuvieron lugar en todo el país.
Veinte años después de la aparición de la novela de Bradbury, en 1973, se produjo la más divulgada quema de libros en el Chile de Pinochet, en las Torres de San Borja, en Santiago. El Canal 13 de televisión cubrió el evento monstruoso. Varios analistas han explicado que estaba condenado a la hoguera todo volumen cuyo título contuviera la palabra rojo
en cualquier variante. Incluso fueron quemados por las hordas libros que hablaban de la corriente artística del cubismo, ya que los inquisidores consideraban que se referían a Cuba.
Montag, el protagonista de Fahrenheit 451, es un bombero
que acude con sus compañeros a una casa denunciada. Empapan de gasolina los libros y su entorno y exigen a la dueña (una anciana llorosa) que salga a la calle para ponerse a salvo del incendio. Pero la anciana, sorpresivamente, usa un fósforo y arde, ella también, en la llamarada.
Aquel acto suicida conmueve a Montag y lo lleva a cuestionarse el sentido de su profesión y de su vida toda. ¿Qué inexplicable valor tienen los libros que pueden arrastrar a una persona a decidir incinerarse con ellos? Y empieza a entender que los libros son más que papel y letras alineadas. Poco a poco los ve como síntesis de la memoria personal y colectiva, como reservorios de pensamiento y espiritualidad en un paisaje vacío, poblado por el parloteo de gente sin nada que decirse y una televisión omnipresente diseñada para idiotizar a los espectadores.
La televisión te dice lo que tienes que pensar, una y otra vez, todo el tiempo
, le dice a Montag un viejo profesor de literatura que perdió su empleo casi un siglo atrás. Toda la cultura está deshecha, nuestra civilización está destrozándose
, añade.
En el prefacio de la redición de 1993, Bradbury da claves más para entender a cabalidad el mensaje: “No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no sabe, que no aprende…”. Esta afirmación tiene una actualidad escalofriante.
La industria cultural hegemónica ha logrado que haya cada vez menos lectores y personas interesadas en sobrepasar los ámbitos superficiales y frívolos y entender a fondo las realidades, los procesos, la vida. Ese desmontaje de la inteligencia, que ha ido creciendo vertiginosamente, ya era evidente para Bradbury en 1953.
En el universo de Fahrenheit 451, el tiempo libre debe dedicarse al juego, al placer, al divertimento pueril. La cultura ha perdido su médula. La educación ha terminado basándose en el más mediocre y plano pragmatismo. Se desmantelaron los estudios de las humanidades. Los clásicos son resúmenes. La palabra intelectual
se convirtió en insulto. Los votantes escogen al candidato por su imagen, sin importarles su programa –en caso de que tengan uno.
Resulta un ejercicio apasionante releer Fahrenheit 451 en esta época de pandemia, de tragedia sin límites para las mayorías y enriquecimiento impúdico de las élites, de violencia policial desbordada y revueltas antirracistas, del grotesco reality show de las elecciones en Estados Unidos, de manipulación obscena de las conciencias.
Toda la cultura está deshecha, nuestra civilización está destrozándose
.
* Presidente de Casa de las Américas, Cuba.