ientras los afortunados podíamos quedarnos en casa con el fin de evitar contagios por el agresivo virus que ha parado al mundo, muchos siguieron trabajando para mantener la ciudad con vida.
Ya he comentado que tengo el privilegio de vivir en una zona con parques cercanos, lo que me permitió salir a caminar cotidianamente por los alrededores.
A lo largo de estos meses, con las calles vacías, todos los días aparecían en parques y camellones decenas de hombres y mujeres, enfundados en uniformes verde limón, con tapabocas y mascarillas. Eran los jardineros, que junto con las personas de limpieza, mantuvieron impecables las zonas arboladas. También estaban los policías, de ambos sexos, bien protegidos, quienes desde muy temprano vigilaban en sus puestos.
A media mañana sonaba la campana que avisaba la llegada del camión de la basura; estos trabajadores no contaban con ninguna protección, lo que no disminuía su empeño. Ellos, junto con el personal de salud y los cientos de trabajadores que mantuvieron funcionando todos los servicios que sostienen la vida de la ciudad, son los héroes anónimos.
Todos los días tomaban riesgos al salir de sus casas, abordar el transporte público, en ocasiones esperando mucho tiempo por las restricciones que hubo en el Metro y otros servicios.
Viendo a tantas mujeres en todas las actividades no podía dejar de pensar en cuántas son madres y que no había guarderías ni escuelas. ¿Qué hacían con sus hijos? ¿Quién los cuidaba y ayudaba con las tareas escolares? Mucho debemos a esas personas a quienes habrá que rendir homenaje y reconocimiento cuando recobremos una cierta normalidad.
Por ahora, como siempre enfatizo, con todas las precauciones comenzando por el cubrebocas, esencial, y cuando sea posible mascarilla, distancia segura, desinfectante o lavado de manos, hay que volver a utilizar servicios.
En México tenemos la suerte de contar con un clima que permite estar prácticamente todo el año afuera. Tomemos un café, una cervecita, algo sabroso de comer, sentados en una mesa al aire libre. Yo ya me animé, sintiéndome segura al advertir todos los cuidados que tienen los restaurantes, fondas y hasta puestos callejeros.
Aproveché la cercanía al Parque de los Espejos de Polanco para ir a la Casa Portuguesa a comer un bacalao Da tía María
, que es el lomo sellado a las brasas salteado con pimientos, cebolla, ajo y rodajas de papa. Es una de las 10 distintas maneras en que lo ofrecen, en el amplio menú pleno de ricuras. El acompañamiento: vinho verde bien frío. Tiene una linda terraza con vista a uno de los espejos de agua que bautizaron el parque originalmente.
Vamos a recordar un poco de su historia: en 1937 José G. de la Lama y Raúl Basurto iniciaron la traza y la urbanización del que habría de convertirse en uno de los mejores fraccionamientos de la ciudad, con amplias calles, generosas banquetas jardinadas, áreas verdes, zona comercial y varios parques.
La joya de la colonia es el que nació con el nombre de Parque de los Espejos, por dos extensos cuerpos de agua que originalmente se cubrieron de una pintura metálica que con los rayos del sol reflejaban las imágenes. Tiene un teatro al aire libre, una jaula con pájaros y una torre con un reloj. Conserva las bancas y los letreros originales en estilo art déco polanqueño.
Había un pequeño lago que con el tiempo se desecó y se convirtió en una pequeña pista para patines y triciclos; por la mañana, temprano, se imparten clases gratuitas de tai chi y yoga. Es un espacio muy utilizado por los vecinos.
En 1966 se develó en el parque una estatua en bronce que representa a Abraham Lincoln, el presidente estadunidense que en 1863 abolió la esclavitud en su nación. Cabe recordar que en nuestro país el cura Miguel Hidalgo, como cabeza del movimiento insurgente, lo hizo en 1810.
Al acto asistieron los presidentes de México, Gustavo Díaz Ordaz, y de Estados Unidos, Lyndon Johnson, con sus respectivas esposas. A partir de esa fecha se le comenzó a llamar Parque Lincoln.