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Mar de historias

Desde la ventana

I. Flores del mal

L

as jacarandas se deshacen en lágrimas azules que lucen como flores.

II. Sentidos

No lo nombro: es el mal. Desde que apareció y nos obliga a la sana distancia y al aislamiento, el mundo –nuestro mundo– se redujo a lo que puede mirarse a través de la ventana. La visión es, por obvias razones, limitada: en sentido horizontal nos ofrece unos metros de banqueta con su hilera de casas, pequeños establecimientos fuera de servicio, automóviles erizados de alarmas que aúllan ante cualquier cercanía amenazante.

Al levantar la mirada nos topamos con una muralla de edificios desiguales, anuncios espectaculares, algo de las montañas que poco a poco se han ido desnudando del verde; y, por encima de todo, un cielo luminoso, prometedor de horas mejores pero también lejano.

En esta nueva era de aislamiento, el oído nos permite atrapar con mayor nitidez, revalorados, ciertos sonidos que nos provocan la ilusión de que todo sigue igual y de que el mundo palpita como antes: el motor del avión que cruza la ciudad y el estruendo del helicóptero que la sobrevuela, el carraspeo de las motocicletas, el claxon de un tráiler que, semejante al silbato de un tren, nos provoca añoranzas.

Conforme avanzan las horas, en la calle se escucha el pregón con que el repartidor de gas anuncia sus servicios. Horas más tarde se oye, alegre como nunca, la campanilla, que avisa con anticipación la llegada de los trabajadores de limpia: cinco héroes, cinco hombres risueños y tatuados envueltos, como es su costumbre, por la música que a todo volumen sale de un afónico equipo de sonido.

Regular y monótono, como el zumbido de una mosca terca, se escucha el grito de los ropavejeros que se desplazan de un extremo a otro de la ciudad para comprar estufas, refrigeradores, lavadoras, hornos de microondas, tambores o algo de fierro viejo que vendan. A como van las cosas y según su inagotable capacidad de negociación, tal vez una mañana los buhoneros regresen con un propósito distinto: comprarnos los restos de nuestro mundo usado.

III. Mordaza

–¿Y las campanas?

–Calladas, calladas.

IV. Viaje

Ella, que fue viajera incansable, no puede soportar la idea de que comienza otro día de aislamiento y sin saber cuántos más enfrentará. En un noticiero radiofónico escuchó que podían ser treinta o tal vez más. Agobiada ante esa posibilidad, perseguida por los temores que durante el día amargan sus horas y por la noche le roban el sueño, va de lado a otro de su cuarto.

Llega el momento en que, sin darse cuenta, rebasa ese límite y comienza a recorrer el pasillo, la sala-comedor, el estudio, la cocina. Cada mueble, cada objeto que encuentra le resultan familiares, y sin embargo siente que jamás ha estado allí, que llegó a ese lugar huyendo de algo. Intranquila por su reflexión, vuelve a recorrerlo todo, pero de pronto se detiene para mirar los retratos que tapizan las paredes. Poco a poco identifica a los personajes: abuelos, padres, hermanos. Todos ellos tienen su sangre y le heredaron algo (el color de los ojos, la curvatura de la frente, el lunar en el cuello...); sin embargo, hacía años que no los recordaba. Lo hace ahora y empieza a sentirse menos sola en su confinamiento.

IV. Lección

Antes de abrir el libro, sólo con mirar la portada y leer el título –Corazón– Lulú sabe que en la primera página hallará una dedicatoria escrita con torpe caligrafía y, entre las restantes, papelitos de estaño de colores, un trébol disecado, una hoja de maple, la mariposa azul que atrapó durante las últimas vacaciones en el rancho y, junto con todo eso, muy dulces recuerdos de su infancia.

V. Sin

No miento si te digo que lo extraño todo, pero más tus abrazos.

VI. Paso a paso

Me dice por teléfono: “Vivo día por día, en espera del otro en que podamos recuperar la dimensión del mundo, abrir la puerta, irnos despacio por la calle, estrecharnos la mano, detenernos frente al puesto de periódicos sin miedo de leer malas noticias, ir de compras al antiguo mercado –tan colorido de tradiciones y de flores– y quedarme a conversar con los marchantes, mientras tenemos como música de fondo la que interpretan un trompetista y un violinista mixes. A sus notas se suma la voz de las campanas”.

Le sugiero que no esté tan segura de que podrá realizar sus planes, porque nadie sabe qué mundo encontraremos cuando se aleje el mal. “El que sea y como sea –me contestó– lo haremos nuestro porque, como dijo un novelista, somos la gente. I. Flores del mal

Las jacarandas se deshacen en lágrimas azules que lucen como flores.

VII. Sentidos

No lo nombro: es el mal. Desde que apareció y nos obliga a la sana distancia y al aislamiento, el mundo –nuestro mundo– se redujo a lo que puede mirarse a través de la ventana. La visión es, por obvias razones, limitada: en sentido horizontal nos ofrece unos metros de banqueta con su hilera de casas, pequeños establecimientos fuera de servicio, automóviles erizados de alarmas que aúllan ante cualquier cercanía amenazante.

Al levantar la mirada nos topamos con una muralla de edificios desiguales, anuncios espectaculares, algo de las montañas que poco a poco se han ido desnudando del verde; y, por encima de todo, un cielo luminoso, prometedor de horas mejores pero también lejano.

En esta nueva era de aislamiento, el oído nos permite atrapar con mayor nitidez, revalorados, ciertos sonidos que nos provocan la ilusión de que todo sigue igual y de que el mundo palpita como antes: el motor del avión que cruza la ciudad y el estruendo del helicóptero que la sobrevuela, el carraspeo de las motocicletas, el claxon de un tráiler que, semejante al silbato de un tren, nos provoca añoranzas.

Conforme avanzan las horas, en la calle se escucha el pregón con que el repartidor de gas anuncia sus servicios. Horas más tarde se oye, alegre como nunca, la campanilla, que avisa con anticipación la llegada de los trabajadores de limpia: cinco héroes, cinco hombres risueños y tatuados envueltos, como es su costumbre, por la música que a todo volumen sale de un afónico equipo de sonido.