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¿A qué le tira González Gálvez?
C

on 85 años cumplidos, el embajador, hoy en retiro, Sergio González Gálvez, alza de vez en cuando la voz en La Jornada, generalmente sobre temas de política exterior, misma que procuro que no se me escape.

Para desgracia nuestra no siempre concuerda con la conducta actual de lo que fue su casa durante las casi seis décadas que duró su carrera, que por cierto concluyó con la merecida condición, que no se pierde en vida, de Embajador Emérito.

Lo que quiero decir con ello es que su voz debería ser escuchada con la mayor seriedad.

En consecuencia, me sentí muy lastimado hace unos cuantos días cuando, en un corrillo de gente muy encumbrada, se profirió varias veces la expresión que le da título a este artículo.

No cabe duda que implica una reprobación de los asertos de don Sergio y hasta desliza la idea de que el hombre persigue algún fin avieso. Quiero aclarar que, si bien lo traté un poco en los años 80, su adscripción en el lejano oriente (que es más bien nuestro poniente…) no me dio la oportunidad de conocerlo bien. Pero ello no quiere decir que hubiera ignorado su gestión.

El hombre, nacido en Toluca en 1934, con fuerte impacto regiomontano en su formación, era y es un verdadero sobrero de saludar de la diplomacia mexicana, pero de aquella de la que podemos estar orgullosos todos los mexicanos, puesto que se alzó con enorme dignidad otrora y resulta ser lo contrario de los desgarriates vergonzosos que llegaron al clímax con Fox, Calderón y, más doloroso aún, con Peña Nieto.

¿A qué le tira González Gálvez después de una larga vida de probidad, patriotismo y honradez? Evidentemente no a entregar el país como los últimos gobiernos ni a tratar de medrar con sus asertos y, mucho menos, a que le den una buena chamba.

Bien dicen que el ladrón cree que todos son de su condición y los malos pensamientos que despierten las críticas a la política exterior mexicana que han salido de la pluma de González Gálvez, no pueden sino ser productos de la buena fe y, sobre todo, del saber y la experiencia de uno de los buenos diplomáticos de un país que, vale decirlo, ha tenido muchos, aunque han ido en franca retirada en los últimos 18 años.

Baste comparar a Rosario Green con Claudia Ruiz Massieu o a Videgaray con cualquier otro de los antiguos, como Bernardo Sepúlveda, para cobrar conciencia de la abismal decadencia.

Es claro que las condiciones internacionales han cambiado y, en muchos sentidos, las formas también, pero hay principios que no deberían perderse de vista y normas de conducta que merecen defenderse a ultranza, pues son fundamentales de la buena convivencia lo mismo entre los individuos que entre las naciones.

Muchos embajadores experimentados ya no hablan, en consecuencia conviene aprovechar la oportunidad de enriquecernos con quienes ni la deben ni la temen y, además, saben bien lo que dicen, en vez de buscarle chichis a las culebras con muy mala intención.