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España: reconfigurar el Estado
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os ciudadanos españoles acudirán el domingo a las urnas por cuarta vez en cuatro años para elegir a quien será su jefe de gobierno. A menos que se produzca una sorpresa mayúscula, las elecciones generales arrojarán un resultado no muy distinto a los de los comicios de diciembre de 2015, junio de 2016 y abril pasado: una dispersión del voto que negará al ganador la mayoría absoluta necesaria para formar gobierno bajo el régimen parlamentario vigente, le obligará a gobernar como presidente en funciones y dará paso a un desgastante proceso de negociaciones entre líderes partidistas para concretar la investidura, cuyo desenlace bien puede ser una nueva convocatoria a elecciones.

La apatía ciudadana ante los comicios refleja el agotamiento de un sistema político que ha sido incapaz de generar gobernabilidad desde que la irrupción de nuevas formaciones a la izquierda y derecha del espectro ideológico rompió el prolongado bipartidismo entre la centroizquierda del hoy gobernante Partido Socialista Obrero Español y el derechista Partido Popular, fundado por los antiguos funcionarios de la dictadura franquista.

Pero de manera más profunda, la persistente inestabilidad da cuenta de las graves falencias de origen de la institucionalidad creada por la Constitución de 1978, con la cual quienes tomaron las riendas del poder tras la muerte de Francisco Franco en 1975 intentaron el absurdo de construir una democracia sin vulnerar la correlación de fuerzas y los pactos cupulares urdidos durante la prolongada era autoritaria.

Ocultas por décadas de crecimiento económico y acomodo político, las fracturas de origen de esa democracia salen ahora a la luz en forma de inestabilidad sin fin, y también se manifiestan en otros dos ámbitos tan o más preocupantes como el anterior.

En primera instancia, el Estado español se muestra irremediablemente inepto para gestionar, en términos democráticos, la existencia en su seno de identidades culturales distintas a la hegemónica.

En efecto, el nacionalismo catalán constituyó el tema más candente del único debate celebrado durante la campaña electoral y, junto con el reclamo independentista vasco, supone el mayor desafío a la existencia misma del Estado español, pero su Constitución no sólo no ofrece ninguna vía de solución, sino que supone una camisa de fuerza que impide a todos los actores conducir sus demandas por el marco legal e institucional.

En segundo lugar, la ausencia de cualquier esfuerzo creíble de condena al régimen fascista impuesto a fuego desde 1939 permitió la sobrevivencia larvada de las más atroces pulsiones de la dictadura.

Es inevitable apuntar que el crecimiento sostenido en las preferencias electorales del abiertamente fascista Vox y de su líder, Santiago Abascal, pone en entredicho el supuesto éxito de la transición democrática: ningún Estado que se reivindique como social y democrático de derecho, y que proclame el pluralismo político entre los valores superiores de su ordenamiento, puede ver con tranquilidad el ascenso de un discurso que llama a la expulsión indiscriminada de los migrantes, y promete la supresión inmediata de las autonomías regionales, así como un cavernario retroceso en toda índole de derechos humanos.

El peligro de que este domingo en las urnas se prolongue la inestabilidad, al mismo tiempo que refuercen las posiciones del sector más retrógrado del electorado, supone un ineludible llamado de atención sobre la urgencia de emprender una auténtica reconfiguración del Estado en el sentido cabalmente democrático que se le negó hace cuatro décadas.