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El naufragio de los fujimoristas
A

unque colinde geográficamente con Bolivia –antaño Alto Perú–, Ecuador y Chile, el Perú de estos días está a años luz de sus turbulentos vecinos. Nada de protestas populares disruptivas, choques entre manifestantes y policía, gobiernos que se tambalean bajo los golpes de un insoportable malestar social o de intervenciones foráneas.

La más reciente vez que unas multitudes vociferantes han ocupado las plazas de las principales ciudades peruanas fue hace menos de un mes para festejar el cierre del Congreso y la apertura de una nueva fase en la vida política nacional.

El día 30 de setiembre, el presidente Martín Vizcarra, haciendo uso de una facultad que le otorga la Constitución, disolvió el Congreso por no haberle dado el voto de confianza sobre una propuesta crucial: la de renovar el método de nombramiento de los jueces del Tribunal Constitucional, hasta ahora por dedazo del Congreso y en lo oscurito.

Urgidos por las declaraciones que un alto funcionario de Odebrecht está haciendo desde Brasil –la revelación de los nombres en código de los políticos peruanos corruptos– los congresistas fujimoristas de Fuerza Popular y sus aliados pretendían renovar algunos de los siete jueces de la corte para conformar un tribunal a modo. Para bloquear esta maniobra, el gobierno presentó la cuestión de confianza, llevada al Congreso por el jefe de gobierno, Salvador del Solar.

Lo que pasó el lunes 30 de setiembre ya transitó de las crónicas a la historia y da una medida de la extrema confusión mental de los fujimoristas. Primero, intentaron impedir físicamente la entrada del primer ministro a la sala del Congreso. Luego, obligados por la Constitución a recibirlo y escucharlo, hicieron caso omiso del pedido de confianza y procedieron a votar el nombramiento de un juez constitucional como si nada. La cereza del pastel fue que el juez nombrado era el primo del presidente del Congreso, el industrial Pedro Olaechea, y se utilizó fraudulentamente el voto de una congresista que estaba ausente en aquel momento.

Después de esto, los congresistas han tenido el cinismo de declarar que sí le otorgaban la confianza al gobierno. Es ahí que el presidente Vizcarra, frente a una burla de este tamaño, no ha tenido otra posibilidad que la de declarar la denegación fáctica de la confianza y disolver el Congreso, como le concede la Constitución.

Hay quienes han comparado este 30 de setiembre con el 5 de abril de 1992, cuando Alberto Fujimori cerró el Poder Legislativo y dio un autogolpe que duró hasta el 2000. De las muchas diferencias entre las dos situaciones, la que más resalta es que en 1992 a ocupar las calles fueron las tanquetas y las patrullas militares, mientras que el primero de octubre pasado ha sido la gente festejando al grito de ¡Sí, se pudo! El cierre del parlamento ha recogido un profundo anhelo popular, la aceptación del Congreso estaba en 8 por ciento, la gente ha aplaudido entusiastamente al presidente Vizcarra.

Desde el momento de la declaración de disolución del Congreso, todo lo que los congresistas han hecho –suspender temporalmente al mandatario, declarar una efímera presidentaprovisional, luego renunciante, denunciar un golpe de Estado nunca acontecido, dirigirse a instancias internacionales lamentando supuestas persecuciones– no tiene ningún valor legal y no pasa de patético folclore. Lo peor es que la Confiep, la confederación empresarial del Perú, apoya esta nave de los locos en contra de Vizcarra, efectivamente empeñado en luchar contra la corrupción.

Si Martín Vizcarra fuera hombre de izquierda, seguramente la derecha internacional le hubiera declarado guerra y no cejaría en hacer del Perú otra Venezuela, pero se da el caso que es sólidamente de derecha –especialmente en política exterior, con participación protagónica en el Grupo de Lima y en la Alianza del Pacifico, criaturas de Washington para torpedear la integración latinoamericana– y es entonces preferible como aliado para Washington y acólitos, a la derecha bruta y achorada de los fujimoristas, condenados, ahora sí, a la extinción por su propia estupidez. Finalmente, las elecciones de un nuevo Congreso serán celebradas el 26 de enero 2020.

El núcleo duro de los fujimoristas es acusado de formar una asociación criminal para una vez tomado el poder, cometer ilícitos y actos de corrupción y la hija del dictador está presa desde casi un año por lavar dinero y tratar de desviar la justicia.

Hasta un editorial del diario limeño El Comercio, el más antiguo y conservador, aunque no simpatice mínimamente con la medida tomada por el presidente Vizcarra, ha admitido que la actividad parlamentaria de los fujimoristas en estos tres años ha sido una exhibición diaria e ininterrumpida de desfachatez, prepotencia y obstruccionismo.

A nivel de instituciones locales, la Asociación de Municipalidades del Perú así como la Asamblea Nacional de Gobiernos Regionales han manifestado su apoyo a la decisión presidencial, juzgada correcta y oportuna.

El mismo Mario Vargas Llosas, normalmente poco afín a las posiciones progresistas, ha saludado con entusiasmo la caída de los fujimoristas, definiéndolos un circo grotesco de forajidos, pillos y semianalfabetos, que daba vergüenza ajena.

*Periodista italiano