l pasado jueves, el país se cimbró tras los acontecimientos violentos ocurridos en Culiacán. La permanencia de la violencia y el rebasamiento en fuerza del crimen organizado frente a las fuerzas militares nos dan cuenta de la magnitud estructural que comporta este problema para la solidez del mismo Estado y sus instituciones, y somete a cuestión el posible contubernio que el gobierno ha tenido con las organizaciones delictivas, permitiendo así su empoderamiento y proliferación.
Las cifras son todavía inciertas; algunas fuentes hablan de un saldo de 14 muertos y 21 heridos. Si bien la postura presidencial fue la de poner la vida por encima de una captura, no podemos olvidar las fallas en la estrategia de diseño, planeación y ejecución del operativo, así como la respuesta estatal después del mismo. Apenas tres días antes, el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Alfonso Durazo, presentaba, junto con el presidente López Obrador, un informe sobre la inseguridad y violencia en el país. Presumía en él los puntos de inflexión a la baja en las tasas de homicidios, robo de automóviles y percepción de la inseguridad.
Lo sucedido en Culiacán es una expresión más de la ola violenta en la que está sumergido el país desde la declaratoria de la “guerra contra el narco”, mientras las cifras sitúan a México como uno de los tres países más violentos del mundo, junto con Siria e Irak. Datos oficiales revelan que tan sólo de 2006 a abril de 2018 se registraron 250 mil 547 homicidios en México. Durante el gobierno de Felipe Calderón se registraron mil 965 homicidios al mes, y 2 mil 286 con Enrique Peña Nieto. En promedio, durante 2017 se registraron 86 homicidios diarios, y 94 en 2018. En el primer semestre de 2019 se registraron 17 mil 608 homicidios, 4.4 por ciento más que el mismo periodo en 2018.
Este recrudecimiento de la violencia se inserta también en el contexto de múltiples masacres. En los primeros 11 meses del presente gobierno se han registrado 15 masacres, distribuidas en 10 entidades federativas, con un saldo total de 136 muertos y 44 heridos. La más reciente fue la ocurrida en Aguililla, Michoacán, donde fallecieron 13 policías estatales; sin embargo, la más sangrienta en este periodo fue la ocurrida en el mes de agosto en Coatzacoalcos, Veracruz, con un saldo de 26 muertos.
La pronta liberación de Ovidio Guzmán ante las amenazas del crimen organizado pone en jaque la solidez de las instituciones garantes de la seguridad. Culiacán, Aguililla, Coatzacoalcos, pero también los casos de graves violaciones como Ayotzinapa, son síntomas de un Estado rebasado por la violencia, la delincuencia, la corrupción, la impunidad y el propio contubernio y aquiescencia de las instituciones con el crimen organizado.
Si consideramos las cifras mencionadas y el papel del crimen organizado y su poderío ascendente visibilizado en Culiacán, y los insertamos en contextos de complicidad del Estado, podemos dar cuenta de la pertinencia de un concepto como el de macrocriminalidad para el análisis de la crisis de violencia en el país. Este concepto, proveniente de la dogmática alemana –con autores como Kai Ambos–, parte de la existencia de entornos de realidad más complejos, en donde empresas criminales tienen control territorial sobre zonas enteras debido a que suman poder armado, más poder económico, más poder político. Se trata de las redes ilícitas de poder que cooptan tanto al Estado y sus instituciones como a entes privados, principalmente económicos y financieros.
Así, hablar de macrocriminalidad en México nos remite a dos posibilidades: una institucionalidad frágil, debilitada por las redes ilícitas de poder, o un Estado tomado, cooptado por las mismas redes, es decir, una institucionalidad que es parte del crimen organizado. El crimen organizado se ha vuelto, desde varios años atrás, una estructura de poder que ha tomado distintas territorialidades bajo su dominio y desde ahí ha ejercido y ampliado su control; hechos como los de Culiacán son expresión de ese poder.
La macrocriminalidad en México sitia una ciudad entera, libera 55 reos del penal, infunde pánico generalizado y negocia la libertad de los criminales. Después de la conferencia mañanera sobre seguridad, tres días bastaron para recordar que el crimen organizado en México ejerce poder sobre varios asuntos de la vida pública. A una semana de los hechos, quedan abiertas las heridas de un pueblo que sangra desde hace 13 años y muchas dudas respecto al papel de las instituciones y el Estado ante el crimen organizado, la efectividad de la nueva estrategia de seguridad y el futuro del país en medio de una guerra que no ha cesado.
La militarización de la seguridad pública fue la principal estrategia de Calderón y Peña en el combate a la violencia. En diciembre de 2019 cumpliremos 13 años de esta estrategia sin que México se pacifique. El énfasis puesto por AMLO en la Guardia Nacional pareciera repetir lo que hicieron otros gobiernos, pero sobre todo olvidar que la construcción de paz no pasa sólo en una dimensión –el combate a pie de tierra–, pues se requieren estrategias de prevención, de reconstrucción de tejido social, de saneamiento y democratización de instituciones policiales, de reactivación económica de zonas, de combate a la corrupción y del fortalecimiento del Estado democrático de derecho.