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Mar de historias

Pitaluga

G

racias a que la semana pasada ocurrió una serie de pequeños detalles logré entender el valor de Pitaluga en la empresa. Lo llamamos siempre por su apellido como si no tuviera nombre: Danilo. Danilo Pitaluga es de estatura mediana, tiene cabello abundante y mal cortado. La falta de un incisivo no perjudica su sonrisa. Sus ojos expresan asombro y una alegría contagiosa que no se borra ni siquiera cuando está reflexionando acerca de las noticias que leyó en el periódico gratuito.

Comenta que el día que no tiene tiempo ni siquiera para hojear el diario se siente como en ayunas y lo guarda para leerlo por la noche. De ese modo se mantiene enterado y en contacto con el resto del mundo. Por Margarito, el velador y la persona más cercana a Pitaluga, sabemos que vive solo. Su única hermana, Sixta, con la que se crió en el convento de San José, radica en Dolores Hidalgo. De lunes a sábado atiende una tintorería y los domingos es catequista.

II

Hace años Pitaluga llegó a la empresa en calidad de mandadero. Ahora tiene muchas más tareas: desde ir al banco o estacionar alguna de las camionetas repartidoras hasta correr a la lonchería para comprarnos tortas, llevar a componer la cafetera o ir a la farmacia por una medicina. Para que aquilatáramos todas esas actividades tuvo que suceder algo que jamás había ocurrido: Pitaluga consiguió permiso para ausentarse de la empresa tres días.

A nadie le preocupó la inminente y breve ausencia de Pitaluga. Su falta en nada iba a alterar el ritmo de la empresa. Cosa muy distinta sería si se tratara del contador, el jefe de recursos humanos, el titular del departamento legal: todos registrados en el organigrama.

Gracias a Margarito nos enteramos de que Pitaluga iba a Dolores Hidalgo a petición de su hermana. El dato no despertó curiosidad ni sospechas de que nuestro multiusos quisiera escudarse en Sixta para romper la rutina o, ¿por qué no?, vivir una aventura.

III

Fue un lunes como todos. Mis compañeras y yo llegamos puntuales. Antes de encender las computadoras hicimos comentarios acerca de nuestro fin de semana. Martha, que siempre se encarga de prepararnos el café, vio que la cafetera no encendía. Ha de estar descompuesta. Que la lleve Pitaluga a componer, dije. Martha me corrigió: Acuérdate de que hoy no viene. La perspectiva de pasarnos la mañana sin nuestro despertador --como llamamos a la obligada taza de café– nos hizo vislumbrar con cierto desánimo el resto del lunes.

Por lo general es el día de mayor actividad en la empresa y, en consecuencia, también para Pitaluga: debe ir al banco para hacer los depósitos; a la agencia de correo para enviar los pedidos que nos hacen del interior; luego, correr de una oficina a otra repartiendo correspondencia; registrar la salida de los vehículos y hacer guardia en la puerta mientras el oficial de seguridad almuerza.

Esa actividad incesante, y a veces estéril, no enturbia la mirada curiosa y risueña de Pitaluga ni lo contraría. Jamás lo he visto poner mala cara ante una orden o cumplirla con desgano. Fiel a la empresa, siente orgullo de pertenecer a ella aunque no tenga cargo, ni gafete, ni privado, ni esté en el organigrama.

IV

El martes se complicó mucho a causa de una trifulca. Bertha y Josué trabajan en el departamento de contabilidad. A media mañana los oímos discutir a gritos. El jefe de personal bajó a poner orden. A Bertha, pálida y temblorosa, de pronto le entró una crisis de llanto. Para tranquilizarla era indispensable darle un calmante. Que vaya Pitaluga a la farmacia, sugirió Diana. Él no está. Regresa el jueves.

Bertha recuperó la serenidad gracias a un té y a que pudo desahogarse: hace tiempo Josué y ella andan juntos, pero él le tiene prohibido decirlo. Esta mañana Bertha le peguntó si es porque tiene relaciones con otra. Josué, enfurecido, comenzó a gritarle y ella le respondió del mismo modo. El resto ya lo sabíamos.

Cuando Bertha se levantó para volver a su oficina sintió un fuerte mareo. Así no podía trabajar y le aconsejamos que se fuera a su casa. Estuvo de acuerdo y se dispuso a ir por las llaves de su coche. En ese estado, imposible que manejara. Para eso estaba Pitaluga. Martha, impaciente, nos dijo: Ya saben que él no está. Llamaré al sitio para pedirle un taxi. Nos quedamos preocupadas por Bertha y odiando a Josué.

Estábamos comentando el incidente cuando apareció Galo para dejarnos la correspondencia. ¿No te fijaste que es para ventas?, le dije, y él, visiblemente molesto, dio media vuelta y salió sin la mínima disculpa. Eso no habría pasado con Pitaluga. Una de sus muchas responsabilidades consiste en distribuir la correspondencia. Siempre lo ha hecho con acierto y a veces se toma un minuto para hacernos comentarios amables que nos ponen de buen humor.

V

Para el miércoles surgieron otros problemas. De nuevo se escucharon rumores de que habría recortes y todo el mundo andaba temeroso y malhumorado. Se inundó la bodega chica y sufrió daños serios. Martha no encontraba su celular y tenía sospechas de Galo. Para colmo, la cafetera seguía descompuesta y Pitaluga ausente.

El jueves por fin reapareció, tan sonriente y vivaz como siempre. A lo largo de la mañana escuché repetido un comentario que también hice con alivio: ¡Qué bueno que ya llegó Pitaluga! Por increíble que parezca y por razones que no puedo explicarme, bastó su presencia para que volviera a reinar entre nosotros un ánimo más cordial y sereno. A partir de ese momento consideré a Pitaluga como el hombre más importante de la empresa, aunque no tenga cargo fijo, ni use gafete y su nombre no esté escrito en el organigrama.