arlos Denegri es un mito. Es genialidad, astucia, vileza. Es también una de las páginas más oscuras y vergonzantes del periodismo en México.
Para los periodistas de mi generación y posteriores, las hazañas, las tropelías y las canalladas cometidas por quien fuera reconocido –dentro y fuera del país– como el líder de opinión más influyente de México desde los años cuarenta del siglo pasado hasta su muerte, en 1970, siempre formaron parte de una leyenda que lo mismo provocaba admiración profesional que incredulidad, indignación y en muchos casos, horror.
Cobijado por el poder verdadero. Temido por los no tan poderosos, el columnista político de Excélsior decía ser el reportero de la República
. Carlos Denegri destacó en el terreno político-periodístico por su excepcional olfato político, su sobresaliente cultura y su tenacidad profesional, pero era dueño también de una mala fama ganada a pulso por su falta de escrúpulos, de ética y por la misoginia que galanteaba no sólo en las lides reporteriles, sino principalmente en su atribulada y escandalosa vida sentimental.
El mejor y el más vil de los reporteros
, según palabras de Julio Scherer, firmaba el Fichero Político, una columna donde Denegri fungía como vocero extraoficial de la Presidencia de México y cobraba todas las menciones. Podía difamar a cualquiera con absoluta impunidad, con la complacencia de sus editores y, desde luego, del poder. No pedía mucho, carajo, sólo que lo dejaran prostituirse a su modo.
No obstante que publicar alabanzas a políticos encumbrados le representaba importantes ingresos económicos para él y para su periódico, Denegri forjó su riqueza mediante la extorsión, vendiendo su silencio. Su fortuna personal creció no como resultado de sus grandes reportajes, sino de lo que mucho que sabía y callaba. Denegri, decía él mismo, servía al poder en calidad de socio, no de lacayo.
En El vendedor de silencio, su más reciente novela, Enrique Serna recupera momentos que desvelan no sólo la personalidad pública de aquel destacado periodista, sino que descubre igualmente una figura de época dentro del periodismo mexicano, ideada, moldeada, pervertida e impulsada a mediados del siglo XX por los caciques de la posrevolución. Me refiero a la figura del periodista del poder.
El autor desnuda los modos fundacionales de esa forma de conexión corrupta entre un medio de comunicación, por medio del llamado periodista del poder y el poder mismo. Una relación de utilización mutua, recíproca, directa, sin ambages, basada en los favores, las prebendas, la información privilegiada o el tráfico de influencias. Todo a la sombra de la impunidad.
A la muerte de Denegri, a manos de su esposa en turno, el modelo del periodista del poder ya se había perfeccionado y se expandía más allá de los diarios, hacia otras plataformas de espacios informativos como la radio y las pantallas de cine y televisión.
La figura del periodista del poder se reprodujo y diversificó. Surgieron nuevos personajes que ponían sus plumas, voces y rostros al servicio del poder. La línea se dictaba, sobre todo, en las oficinas de la Presidencia de la República. De ahí surgían mensajes cifrados que la clase política debía saber interpretar y actuar en consecuencia; ahí también se decidía el encumbramiento de ciertas carreras políticas y la desgracia de otras. Se maquillaba la realidad y se apuntalaban las verdades históricas. Salvo contadas excepciones, como Jacobo Zabludovsky, los periodistas del poder carecían de talentos y de una formación cultural sólida –o al menos estaban muy lejos de Denegri–. Eran pagados de sí mismos, arrogantes, insolentes. A muchos les ocurría lo mismo que a los boxeadores exitosos: la fama y el dinero los mareaba.
Mediante esa fórmula, el poder y los medios convivieron por décadas, hasta hace muy pocos años. El modelo se fue agotando de manera paulatina y en algún momento comenzó a resultar contraproducente para los intereses de ambas partes. El dinero y las dádivas dejaron de engordar los bolsillos de los periodistas adscritos a las nóminas del gobierno.
Al mismo tiempo, el surgimiento explosivo de las redes sociales, que trajo consigo nuevos canales de expresión y comunicación en la sociedad, mermando con ello aún más la credibilidad de los gobiernos y la influencia de los medios, terminó de sepultar, así, a sus amanuenses.
Conforme avanzaba ávidamente la lectura del texto de Serna, debo señalar, reflexionaba sobre la forma que el nuevo gobierno de México ha instrumentado para comunicar. Las apariciones mañaneras del presidente López Obrador, frecuentemente carentes de una agenda, no resuelven de fondo el asunto de la comunicación. El acaparamiento del espacio, convertido en ejercicio del poder pudiera derivar en un monopolio de la conversación pública.
Un nuevo régimen está ante la enorme oportunidad y tiene la obligación irrenunciable de construir lazos encaminados a sanear, de una vez por todas, la relación histórica, perversa y corrupta imperante entre el poder y los periodistas.
Ni un Carlos Denegri más. Adiós al periodismo del poder.