uchas escaramuzas vivió el país político este inicio de septiembre y más serán las que viva el país económico en lo que falta del mes y los que siguen. Por lo menos hasta que los senadores y diputados aprueben la Ley de Ingresos y estos últimos se apresten a analizar y aprobar, en su caso, el Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación.
Política y economía rara vez van juntas, aunque no sea sino un mito aquello de que gracias al mercado y la competencia ambas pueden mantenerse separadas. No sólo con fines analíticos, sino porque la configuración del régimen capitalista así lo exige. Tal es la pretensión liberista que una y otra vez cae por los suelos y con ella los diversos modos de organizar la economía capitalista.
La separación del poder económico del político, para asegurar la primacía del segundo, tiene que verse así: como una condición, siempre relativa, para que el conjunto de la formación económica y social funcione y la estabilidad política y financiera no sea sólo una petición de principio. Además, debe admitirse que este predominio de la política siempre está sujeto de revisión y, como nos ha ocurrido hasta ahora, a compresión cuando no a obras de demolición.
Como tal, el Presidente parece haber optado para hacer entender y procesar dicha relación, mostrar
quién manda, como se dice que lo hizo en la decisión política de cancelar la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México. Le salió caro y no sólo por el desembolso por nada a cambio, sino por la posposición de inversiones de grupos del poder económico y el consiguiente retraso del arranque del crecimiento económico y su inevitable impacto sobre la recaudación y otros planes de inversión que a su vez afectan otros circuitos de la marcha económica del país.
Una sola decisión, con la que se buscaba remover una relación vista como de subordinación del poder político al económico, en efecto puso en cuestión el Estado y la forma que guardaba tal vínculo, pero también puso en movimiento otras conexiones entre economía y política. Esta demostración de poder no da lugar, necesariamente, a un nuevo entendimiento merced al cual la economía y sus poderes hayan quedado subordinados a la política y las nuevas configuraciones del poder que ha traído consigo la movilización social y electoral que desembocó en la elección de 2018.
Todo se movió y mucho cambió, pero no para seguir igual, conforme a la proverbial conseja lampedusiana, sino para poner en movimiento múltiples ecuaciones que no se han despejado. De aquí la incertidumbre reinante y el desconcierto que inunda salones, corredores de poder y manantiales de especulación mediática donde todo parece caber.
Encontrar una fórmula de equilibrio que pueda traducirse en un mayor dinamismo económico, duradera estabilidad financiera y monetaria y normalidad política, son virtudes que aún se atreven algunos a concederle a la democracia representativa o liberal forjada durante un siglo y consagrada casi como virtud teologal a lo largo de la segunda posguerra y al final de la guerra fría. Se trató de un largo trayecto, accidentado y nunca portador de certezas como las referidas arriba. La mayor de sus ironías ha sido que cuando se empezaba a celebrar su victoria histórica sobre la otra forma de economía y política, las que resumía el comunismo soviético, empezó a manifestarse la Caja de Pandora de los autoritarismos y el extremismo de derecha en Europa, que poco después Trump coronaría en su ominosa empresa demoledora del orden liberal que Estados Unidos construiría después de su victoria en 1945. Con el advenimiento de la Gran Recesión y su secuela de estancamiento secular
y desorden financiero y comercial a escala mundial, el contexto de crisis general ha empezado a conformarse y los poderes constituidos y los que no lo están empiezan a preguntarse y preocuparse por la intensidad y la hora de llegada de otra Gran Recesión
.
Como quiera que sea y vaya a ser, las vigas y trabes que dan cuerpo al edificio enorme del capitalismo global crujen y amenazan con unos desplomes que podrían devenir acontecimientos apocalípticos. Muy al estilo de los que sucedieron a la caída del Imperio Romano o de los que propiciaron las caídas políticas, económicas y culturales que dieron al traste con el orden del patrón oro
, el libre comercio, el colonialismo desalmado y la libre circulación de almas del último tercio del siglo XIX y el primero del XX.
En cada una de estas magnas transiciones fue el sufrimiento y el dolor, así como la masiva pérdida de valor y de valores, lo que recorrió la ruta y fueron muchos, no sólo los más débiles, los que hubieron de apurar el trago amargo de la penuria material y la carencia casi absoluta de esperanza y perspectiva.
Hombres y mujeres sin historia, porque cerraban los ojos a su memoria y su ventura, fueron capaces de construir formidables fortalezas civilizatorias y nuevas y casi milagrosas formas de apropiarse de la naturaleza para producir vigorosas formas de vivir y reproducirse. Hasta llegar a verse como invencibles e imaginar tales estructuras como inconmovibles, siempre mirando a las alturas.
Y en los 60 del pasado siglo se tocó el cielo desde la Luna y los fondos de los océanos hasta sus lechos, gracias a las proezas de la ciencia y la tecnología. No en balde se proclamó, con el triunfo del capitalismo democrático a fines de la centuria pasada, el triunfo de Occidente y sus formas civilizatorias, dueñas de la naturaleza y dispuestas a cambiarla.
Nada de esto ha sido demolido y sigue ahí, listo para usarse en pos de nuevas empresas transformadoras.
Lo que no aparece por ningún lado es una voluntad dispuesta a encabezar la marcha sin subvertir el orden alcanzado y no para respetarlo sin condiciones, sino para transformarlo y adecuarlo con cuidado y prudencia a las novedosas ideosincracias surgidas o descubiertas al calor de los pasados dos siglos. Los dos de las grandes transformaciones del capitalismo, para volverlo, con las reservas del caso, una forma de vida y convivencia habitable. Y productiva social y culturalmente hablando.
En vez de todo esto, priman las inclinaciones destructivas disfrazadas de mutaciones salvíficas, atribuibles a seres carismáticos que son recibidos como excepcionales por su decisión de derruir el orden y las instituciones existentes sin proponer nada en cambio y sin que medie el razonamiento parsimonioso de la crítica de lo existente y la búsqueda cautelosa de senderos más o menos ciertos de salida. Es una fiebre global que amenaza volverse pandemia planetaria de la que no haya escape.