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King Crimson hizo sonar un frenesí monumental
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▲ La agrupación inglesa se presentó el viernes en el Teatro Metropólitan.Foto cortesia Ocesa
 
Periódico La Jornada
Domingo 25 de agosto de 2019, p. 8

El pensamiento musical de Robert Fripp se desplegó la noche del viernes en el Teatro Metropólitan con la lógica de una orquesta sinfónica puesta en marcha con ragas en tambores, melopeas en melotrón, savia acidulada en dosis descomunales de adrenalina derramada en las butacas.

El retorno de King Crimson superó con creces las expectativas. Ofreció el mejor concierto que se le haya conocido.

Y todavía tocará otras cinco veladas mexicanas (lunes 26 y martes 27 en Guadalajara; jueves 29 y viernes 30 otra vez en el Teatro Metropólitan).

Tres horas de música exquisita, finamente elaborada con una disposición instrumental insólita: tres baterías al frente, un alientista en su isla acústica, un stick o megabajo, invención de Tony Levin, una guitarra-voz y la sabiduría a toda prueba del fundador, hace medio siglo, de esa asociación artística tan excéntrica como elegante conocida como King Crimson.

La sesión transcurrió como en toda sala de conciertos sinfónicos: al inicio la afinación de los instrumentos, excentricidad solamente permitida a los genios como Fripp: así como las filarmónicas afinan con la nota La desde el oboe, los siete músicos de King Crimson hicieron lo propio incluyendo la afinación de ¡las tres baterías! Y si hubiera duda, en off afinó una sección de cuerdas entera.

Se sucedieron 19 piezas del repertorio clásico de Crimson: primero, Lark’s Tongue in Aspic Part One en el mismo orden en que se desarrolla una ópera o una suite sinfónica.

Lenguas de alondra en espliego, Suitable Grounds for the Blues, Cirkus, Frame by Frame, Indiscipline, Radical Action II, Level Five, Moon child (with cadenzas), Starless…

Desde sus meros títulos, las composiciones de Robert Fripp ofrecen ámbitos exóticos. El uso de las cadenzas, por ejemplo, rebasa la actitud ornamental o la intención virtuosística que tiene ese término técnico en la música clásica, para convertirse en monumentales disquisiciones en medio de ragas de India, modos griegos antiguos, la lógica de los tambores africanos y de manera clara una orientación decidida en homenaje a los impresionistas franceses.

En la guitarra de Robert Fripp escuchamos fragmentos de Syrinx, esa rara composición de Claude Debussy cuya lógica de abstracción matemática desplegada en su ópera Pelleas et Melisande fue la misma que distinguió el comportamiento musical de King Crimson la noche del viernes en el Metropólitan.

Bach en batería

Versos de Apollinaire, lienzos de Gauguin, relámpagos: el estrépito de las tres baterías en contrapuntos a lo Bach, pusieron en órbita al público. Era enternecedor voltear alrededor y observar muchachas en éxtasis, señores mesándose la barba en regocijo de su acompañante: claramente su hijo a quien hereda el amor por la música y no por cualquier música, porque era claro que el público que abarrotó la sala el viernes era conocedor, muy conocedor, experto en lides musicales intrincadas.

Teatro Butoh, danza de India, gasas transparentes, la atmósfera opulenta de la música de King Crimson sonó a delirio, pasión, exquisita elaboración del cerebro conectado a la epidermis.

El momento sublime fue con Islands y Starless: Tony Levin en el papel de Monsieur de Saint Colombe por su uso del arco sobre las cuerdas del stick. Mel Collins en su isla de alientista discurriendo desde un sax soprano hasta una flauta contralto y haciendo desfilar una estilística de estirpe fina: Brandford Marsalis pero enseguida Miles Davis y de inmediato John Coltrane y luego Charlie Parker.

Una enciclopedia musical, la música de King Crimson.

Al centro del escenario, Jeremy Stacy con su sombrero a lo Gonzo, el baterista del viejo Led Zeppelin, a lo Alex DeLarge, el antihéroe de Antony Burgess y Stanley Kubrick en Naranja Mecánica.

Jeremy Stacy ofició de primer violín o concertino. Guio a la orquesta desde sus tambores, sus teclados, sus sonrisas.

A sus costados, Gavin Harrison y Pat Mastelotto bromearon a placer con guiños de ojos y tambores. Nota contra nota, punto contrapunto. Nadie imaginaría poner a Bach en batería si no se llama Robert Fripp y como se trata del maestro del arte de la fuga, el honorable Bach, pues por eso tres baterías, sinfónicas, africanas, indostanas.

Lo que salía de la guitarra de Fripp no era lo que suele sonar en lo que llaman rock. Era John Cage, claramente Cage. Era Morton Feldman, Terry Riley, una condensación de pensamiento musical en muchos pensamientos musicales. La línea del tiempo en la historia de la música. Un arcoíris evanescente, un vapor de locomotora en furia.

Sinfonía Frenesí, pudo haberse llamado el concierto del viernes en el Teatro Metropólitan, porque de eso se trató, de un salvaje rugir de tambores y guitarras y sonidos electrónicos salidos del Hades, una frenética cascada de adrenalina lanzada al aire a puños en sonidos soñados, producto de una alucinación elaborada por la mente conectada con la piel, el corazón, el alma. En frenesí.

Eso hizo sonar la noche del viernes King Crimson, un frenesí monumental.