Opinión
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Mar de historias

El último tramo

A

unque a diario conversa con su hija y con su yerno –sus huéspedes desde principio de año–, a Lucina le gusta hablar sola. Adquirió la costumbre cuando era niña y, como entonces, ve interlocutores en cuantos objetos la rodean, pero más en Demetrio, el viejo loro que dormita la mayor parte del día y se pasa la noche repitiendo las palabrotas que le enseñan Sergio y Rubén, los hijos del portero.

Con frecuencia, pero sobre todo durante las vacaciones, los niños le hacen las compras a Lucina a cambio de diez o veinte pesos –según el peso del encargo y la distancia a recorrer. Cada vez que les entrega el dinero les aconseja que ahorren para que cuando lleguen a viejos se mantengan independientes. Sergio y Rubén fingen interés, pero en cuanto salen al corredor estallan en carcajadas.

Lucina no se ofende. Recuerda que de niña, también veía la vejez como algo muy remoto, casi imposible; sin embargo, esa etapa llegó, con todas sus manifestaciones, más pronto de lo que imaginaba. Ahora sufre las reumas que padecía su madrina, la artritis que deformó las manos de su tía Leonor y la falta de equilibrio de que tanto se lamentaba don Joaquín, el medio hermano de su padre.

II

Como parte de su programa de ejercicios, Lucina recorre el departamento a buen paso, bajando y subiendo los brazos. Cuando empieza a sentirse aburrida y cansada, va a la cocina y enciende la radio. Otra vez el aparato lanza una serie de molestos carraspeos, pero ella lo deja prendido. Confía en que funcione como lo que es –un radio y no una matraca– cuando empiece el noticiario. Luego se acerca a la jaula y repite la frecuente protesta de su yerno: Otra vez falló el pinche radio.

El perico se aferra a los barrotes y alarga la frase –pinche radio– con un nutrido solo de picardías. Lucina finge escandalizarse y reprenderlo, pero en el fondo se siente orgullosa de los desplantes de su perico: su confidente. A él le revela sus secretos, sus sueños, sus inquietudes; en una palabra, le dice todo lo que los demás no tienen tiempo ni interés de oír.

III

Lucina se aparta de la estufa y le manda un beso volado al radio cuando escucha la rúbrica del noticiario del mediodía y, después de un saludo cordial, las reflexiones iniciales de la comentarista: No sé ustedes, pero yo tengo la impresión de que el tiempo pasa más rápido cada año. ¿Pueden creer que casi estamos en el mes de la Patria? Septiembre me emociona porque me recuerda a nuestros héroes y porque vamos a comer chilitos en nogada.

Nuevos estertores cortan el mensaje de la conductora. A Lucina le simpatiza. En muchos puntos coinciden. Para ella también es muy importante el mes de la Patria porque le recuerda sus días de escuela y guarda una fecha muy significativa para ella: su cumpleaños. Le gusta celebrarlo porque, a esta edad, alcanzar otro septiembre representa un nuevo aunque pequeño triunfo sobre la muerte.

La reflexión le provoca pensamientos que necesita compartir con su confidente y vuelve junto a él: Espero que todavía me queden algunos años por vivir. No me importa si son muchos o pocos, lo único que quiero es no ser una carga para nadie, mantenerme independiente y pasar lo mejor posible el cachito de vida que me queda. Guarda silencio y mira a Demetrio inmóvil en su columpio: Tú no tienes problema. Estoy segura de que vivirás cien años más. Cuando yo ya no esté, huye por la ventana. Por allí entraste un septiembre, medio desplumado y flaquito, flaquito. Feo y todo, desde ese momento te quise y te consideré uno de los mejores regalos de mi vida.

III

Conmovida por esa alusión al futuro donde no tendrá cabida se mira las manos temblorosas, con las líneas de la palma ya muy tenues. La invade un extraño temor. Besa la imagen pendiente de una cadena muy fina y reanuda su charla con Demetrio: “Últimamente, como duermo poco, me ha dado por hacer el balance de mi vida. Perdí mucho tiempo en lamentaciones, sintiéndome primero relegada por Ángela mi hermana y después...

“Ahora, al recordarlo, me da risa, pero de jovencita sufrí mucho por detalles absurdos. Te pongo un ejemplo: como fui dos años menor que Ángela, empecé por heredar su cuna, sus chambritas; luego sus juguetes, después sus cuadernos y sus libros, su ropa. Ninguna de las cosas que me ponía eran de mi talla: todo siempre me quedaba amplio o largo. Antes de los doce años –¡fin de la primaria!– no recuerdo haber estrenado un vestido. Desde entonces me encanta el olor de la tela nueva.

“Tampoco guardo un retrato donde aparezca sola, como Ángela, con una sonrisa coqueta y apoyada en el brazo izquierdo para que luciera el reloj que le regalaron el día que cumplió quince años. En las pocas fotos en que aparezco soy siempre parte de un grupo donde están la parentela completa, vecinos y hasta desconocidos. Entre tanta gente, y siendo tan chaparrita, me pierdo, no me veo. Señalo con un dedo el sitio donde estoy, pero las personas a quienes muestro la imagen nunca me reconocen y siempre me preguntan: ‘De verdad, ¿esa eres tú?’”

Lucina cierra los ojos y sigue con la punta de sus dedos las líneas marcadas en su rostro: Ahora soy yo quien, al verme en el espejo, me pregunto: ¿esa soy yo? Pues sí, soy yo, la tonta que se sentía relegada y frustradísima por tener sueños imposibles. Sigo teniéndolos... Se interrumpe cuando vuelve a escuchar la voz de la conductora: “Suspendemos nuestra transmisión para dar una noticia de última hora: gracias a una denuncia anónima se supo que doscientos ancianos –concentrados en un asilo de una ciudad fronteriza– desde hace más de diez años viven en condiciones infrahumanas, sin atención médica y sin que nadie les brinde ayuda. Según el reporte más reciente, llega a siete el número de los internos fallecidos a lo largo de la semana. Vamos a un corte...”

Impactada por la noticia, Lucina se pregunta quiénes habrán sido los ancianos muertos, cómo se llamaban, dónde nacieron, por qué y cómo llegaron a ese asilo. ¿Tendrían familia, un confidente, un sueño? Quizá el mismo que ella: pasar lo mejor posible el último tramo de su vida.