Tarde para morir joven
n su primer largometraje, De jueves a domingo (2012), la realizadora chilena Dominga Sotomayor elaboraba, con delicadeza e intensidad dramática, el proceso de ruptura de una pareja sentimental y sus efectos sobre sus dos hijos pequeños, en especial, sobre Lucía, la hija mayor para quien, a sus 10 años, la revelación del desencuentro afectivo de sus padres era una experiencia perturbadora.
Seis años después, con el paréntesis de Mar (2014), una película breve y más enigmática, la cineasta propone en Tarde para morir joven (2018) una crónica familiar situada en el microcosmos de una pequeña comunidad de colonos chilenos y argentinos que parecen ensayar modos nuevos de convivencia colectiva en un tranquilo espacio rural en Chile, en el verano de 1990, poco después del fin del régimen del dictador Augusto Pinochet.
La dilatada descripción de las actividades diarias de las parejas y familias que conviven en esa comunidad sugieren el arribo al ideal utópico de vivir finalmente en paz luego de los años de plomo de la dictadura. Aunque no hay referencias explícitas a ese contexto político, la imagen de un núcleo familiar, o de un grupo de personas que comunican entre sí de modo civilizado, en apariencia armonioso, simbolizaría un ideal más vasto de reconciliación nacional.
Tratándose de una cinta en la que las apariencias son siempre engañosas, en realidad sucede todo lo contrario. La protagonista central, Sofía, una joven de 16 años y aspecto andrógino, interpretada por el actor Demian Hernández, vive el doble malestar de un franco y misterioso rechazo o desdén paterno, mientras espera el regreso de una madre que jamás se presenta, y también la insatisfacción de su incipiente relación amorosa con Lucas, un joven a la vez solícito y distante interpretado por la actriz Antar Machado.
Al espectador le queda desenmarañar esa intriga familiar con sus ambigüedades, pistas falsas y cabos sueltos en la narrativa. Entender al personaje de Sofía y sus frustraciones afectivas, las razones del distanciamiento con sus padres, la imposibilidad, pasajera o definitiva, de alcanzar con ellos una reconciliación final.
En filigrana, la crónica de los desencuentros familiares y amorosos es también la aproximación a una nación con sus prejuicios ideológicos, sus polarizaciones persistentes y sus conflictos no resueltos. Como apunte significativo e imagen recurrente: una familia pierde a una mascota canina, y cuando cree recuperarla, la pierde nuevamente tratándose tal vez de un animal equivocado. Lo mismo sucede con los afectos familiares y también con los destinos de ese país contradictorio y duro al que con discreción y malicia alude siempre la directora Dominga Sotomayor.
Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional, a las 12 y 17:30 horas.