Opinión
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Poder Judicial, un paso atrás
L

a Constitución de la Ciudad de México fue resultado de un trabajo colectivo que merece ser estudiado por académicos y conocido por los capitalinos. Fue redactada por una Asamblea Constituyente heterogénea, integrada por diputados diferentes, electos unos y otros designados, con representación de todos los partidos del espectro político, con una extraña y poco equitativa conformación: el más votado, Morena, no tuvo el mayor número de asientos; a su lado se rencontraron, sin olvidar sus alianzas, los veteranos PRI y PAN; el PRD, en plena descomposición, y hasta los casi insignificantes PES y PVEM.

A pesar de esto resultó de sus trabajos un documento digno de atención; en él se concretaron principios de participación ciudadana directa y se reconocieron ampliamente derechos humanos y colectivos. La asamblea funcionó por primera vez en México como un parlamento abierto, sin reuniones a puerta cerrada, los constituyentes escuchamos a cientos de participantes de la sociedad capitalina, vecinos interesados en temas concretos, académicos, comerciantes, ciudadanos inquietos y a representantes de los pueblos y barrios originarios.

De sus trabajos resultó una Constitución avanzada, con ideas progresistas; su promulgación, que tuvo lugar el 5 de febrero de 2017, constituyó –como ya se ha dicho– un quiebre, un cambio de rumbo en la historia reciente del constitucionalismo mexicano. Después de las reformas neoliberales del Pacto por México, la aprobación de una con sentido social como la capitalina, fue una bocanada de aire fresco.

Quedaron totalmente rebasados los compromisos del tal pacto y la historia política de México retomó un rumbo nuevo y popular; rectificó desviaciones y errores de los gobiernos federal, de Enrique Peña Nieto, y local, de Miguel Ángel Mancera; después de las reformas estructurales encaminadas a desmantelar la legislación que reconocía las garantías sociales y los mecanismos de democracia participativa constituyeron una verdadera corrección histórica.

Los avances fueron notables, como el derecho humano al agua y la prohibición de privatizarla; se consagraron derechos para integrantes de los grupos de atención prioritaria, la educación se definió como un derecho para todos y se le consideró como un bien público, se reconoció a la comunidad escolar como base del sistema educativo, más allá de las burocracias que tradicionalmente lo manejaron.

En cuanto al Poder Judicial, se dio un paso adelante al considerar que la esencia de la labor de este poder, su deber primordial, es impartir justicia, no administrar bienes ni dirigir burocracias. Lo propio de él, la parte de la soberanía popular que le corresponde, es la de dictar sentencias, interpretar la ley, resolver casos y conflictos en forma individualizada y sólo ocasionalmente, ante lagunas evidentes de la legislación, dictar resoluciones de aplicación general. Por eso, al presidente del tribunal, que debe ser uno de los integrantes de la magistratura, igual y no superior a sus colegas, se le quitó la carga política de administrar el dinero y los bienes del tribunal y la de disponer de los cargos y nombramientos de jueces. Por eso la duración en el cargo se redujo a un año y no presidiría ya el Consejo de la Judicatura; con esto el Poder Judicial quedaría libre de las tentaciones que acumular mucho poder en una sola persona pueden significar.

Esa definición fue un paso para recuperar confianza en el Poder Judicial y una forma de prevenir abusos y corruptelas que se dieron en el pasado. Lamentablemente la Suprema Corte, quizá curándose en salud, acaba de declarar como anticonstitucionales estas disposiciones. La resolución del máximo tribunal del país constituye un paso atrás y un titubeo en la Cuarta Transformación.

La Constitución de la ciudad en este punto fue un gran paso adelante, una señal hacia un rumbo mejor. Lástima. Lastima la determinación de los señores ministros de la Corte.