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¿Cómo escribir la historia del siglo XX?
E

n las décadas recientes se han escrito una multitud de historias sobre el siglo XX. La más original de ellas es acaso la de Bernhard Wasserstein, Barbarism and Civilization. A History of Europe in Our Time (Oxford, 2009). Sin olvidar la que redactó Erick Hobsbawm en 1994, al calor de los acontecimientos que se iniciaron con la caída del Muro de Berlín y desembocaron en el colapso del sistema soviético. La mayoría de ellas comienza por datar la enorme distancia que existía en los años 80, por un lado, entre las percepciones convencionales que imperaban sobre la guerra fría y su mundo infranqueable y, por otro, los inesperados fenómenos que, en la década de los 90, abatieron las narrativas que el siglo XX había producido sobre su propia historia. No es casual. A mediados de los 90, Baudrillard podía escribir, con toda ironía, que si algo había marcado a ese fin du siecle era la toma por asalto de sus observadores hasta dejarlos enmudecer. Basta con enunciar aquí tres acontecimientos que no sólo nadie pudo prever, sino que ni siquiera aparecían en el horizonte de lo posible en la época: el carácter fallido de la experiencia soviética, la emergencia del nuevo islamismo y la súbita irrupción de China –un país agrario en los 60– en el escenario de las potencias mundiales. Si una disciplina de estudios fue fútil en el siglo XX, se trata sin duda de las ciencias políticas. ¿Cómo es posible que ni siquiera hayan intuido las rupturas y discontinuidades más ostensibles de la forma que adoptó su desenlace? Probablemente, si se cerraran todos los departamentos de politología en las universidades actuales, no afectaría en absoluto al pensamiento contemporáneo.

Michel de Certeau escribió alguna vez que la única manera de evitar que los historiadores inscriban al paso del tiempo con relatos cuasi teológicos era explorando el pasado desde la perspectiva del presente. No para capitalizar las certezas que brindan conocer sus desenlaces, sino para asombrarse frente a ellos. Si partimos de este método, una de las preguntas que arroja sobre ese fin de siglo, que sigue poblando con sus fantasmas y pesadillas al siglo XXI, es del todo paradigmática.

Cabría enumerar por un momento a las naciones que devinieron (o se conservaron como) grandes potencias en décadas recientes: Estados Unidos, que mantiene todos los atributos económicos, políticos y culturales de una gran potencia; Alemania, el “motor de la unificación europea, aunque sin ser una fuerza militar; China, que sigue dejando atónitos a quienes quieran explicarla, un centro económico y militar global; Japón, que se mantiene como la tercera economía global, y Rusia, entrecruzada por su eterna paradoja, un país con una economía apenas mediana y un indudable actor militar.

Las diferencias que los separan son abismales: Estados Unidos, un capitalismo cada día más corporativo. Alemania, la extraña conjunción entre un Estado de bienestar y una sociedad inverosímilmente coordenada. Rusia, una oligarquía liberal, al estilo de los fenómenos del siglo XIX. Japón, una sociedad de corporaciones disciplinadas y jerárquicas. Y la incógnita: China. Hace un año siete expertos europeos y estadounidenses debatieron sobre si China era capitalista (véase Barry Naugton, Is China socialist?). Su conclusión fue muy elemental: no –con excepción de la esfera de las pequeñas y las medianas empresas. Entonces, ¿qué es China?

Por más que las diferencias entre estas potencias sean infranqueables, si uno se asoma a su historia, parecen tener algo en común: largos periodos de disciplinamiento y ensimismamiento militar, guerras civiles y devastación de largas porciones de sus poblaciones.

En el caso de Alemania, se suele cometer el error de pensar que 1945 es una fecha de un antes y un después. En la primera mitad del siglo XX, el Estado alemán fue capaz de arrojar a su población a carnicerías indecibles en el exterior y una persistente militarización de los últimos rincones de la vida cotidiana. Japón pasó por un fascismo que abismó toda forma de individualidad y creó una mística productiva sólo comparable a su mística militar. Todavía en 2008 sus empresarios fallidos se suicidaban como si fueran soldados vencidos. La historia de la tradición militar rusa es tan antigua como el siglo XVII, al igual que la de sus convulsiones y devastaciones sociales. Pero sin duda el stalinsimo y la II Guerra Mundial potenciaron este aspecto hasta niveles desconocidos. China transitó por tres revoluciones masivas y la formación de un Estado de comando sin símil en el siglo XX. Y Estados Unidos cuenta con una historia conocida. Ahí el espíritu militar enhebra al de la nación. Basta con pasearse por el cementerio de Arlington para conmoverse con este pasado.

Al parecer, en el siglo XX los costos de la eficacia alcanzaron los límites del abismo. Y se olvida con frecuencia este lado oscuro de la modernidad. ¿Tendrá el siglo XXI noticias distintas sobre el derrotero de lo que queda de ella?