Calles
púrale.
En esta ciudad, antigua y misteriosa, las calles se renuevan día con día al ritmo de la creciente necesidad. La anuncian sonidos metálicos y órdenes que algo tienen que ver con la sobrevivencia. Apúrale. Date prisa. Muévete. Hay que ganar tiempo antes de que aparezcan los otros, los nuevos, los que hasta hace poco trabajaban en oficinas, fábricas, tiendas, hospitales, restaurantes, bancos. Que no te dé pena: no eres el único ni serás el último.
Quien pretenda ejercer el comercio debe conquistar uno de los pocos espacios vacíos en la banqueta, bajo el árbol, frente al quicio que para el indigente es una casa, a la vuelta de la cervecería, al lado de la farmacia –o, mejor aún–, a unos metros de la avenida por donde cruzan cientos, miles de personas que parecen una sola reflejada en un interminable laberinto de espejos: mismo atuendo, misma urgencia, mismo gesto, misma angustia porque –aunque madruguen– siempre corren los peligros de quienes llegan tarde a su trabajo: suspensión, descuento, castigo, despido. Que no te dé pena...
Apúrale. Muévete. Déjame pasar.
II
Suenan las campanas de la iglesia. Un avión marca en el cielo una línea blanca y vaporosa. Los barrenderos, con sus escobas de varas, retiran colillas de cigarro y los vasos de cartón donde bebió la noche.
Antes de las siete de la mañana comienza la transformación de la calle. No está a cargo de ingenieros o urbanistas, sino de los comerciantes. El primero en llegar es el hombre del carrito lleno de ensaladas de frutas, jugos, gelatinas. No tardan en aparecer y colocarse al lado suyo las dos señoras de aspecto provinciano que venden atole, tamales y pan dulce.
Minutos más tarde llegan la joven tímida que exhibe en su canasta chapatas de jamón y –en caso de que los acontecimientos lo ameriten– el voceador que, enarbolando un periódico flaco y de circulación limitada, canta los más recientes hechos de sangre en la colonia: asaltos, homicidios, balaceras, secuestros.
Ya cerca del mediodía, se estaciona una camioneta derrengada que, con la cajuela y las portezuelas abiertas, en menos de cinco minutos se transforma en una fonda rodante donde se ofrecen exquisitos tacos de carnitas y guisado con abundantes porciones de salsas, cebolla y cilantro.
Un día sí y otro no, se presenta en esa calle la florista que, con tres niños tomados de su falda, ofrece ramitos de gardenias y rosas embalsamadas en papel celofán. ¿Y el artesano? Allí está, con los brazos abiertos, donde exhibe collares de semillas, chupa-rosas y frascos de miel.
III
Es natural que con tan diversa oferta callejera se mezclen los olores apetecibles a los menos gratos que salen de las alcantarillas, los tanques de gas en malas condiciones, las montañas de basura, los baches donde el agua se pudre. A nadie le preocupa esa bipolaridad. No son tiempos para andar con remilgos o detenerse ante insignificancias.
Lo único que importa hoy –que también es como decir mañana o siempre– es resistir la mala racha, tener el valor de incorporarse a los escuadrones de vendedores de todo: desde taquitos de guisado hasta gardenias, pasando por atole caliente y esperanzas.
Solo de clarinete
Es una de las calles más transitadas. Está llena de comercios pequeños, oscuros, de corta vida. Se encuentran instalados en los que fueron garages, recámaras o el primer tramo de algunos patios. La necesidad de vender algo se asoma por las ventanas de los primeros o segundos pisos. Allí, junto a la ropa puesta a secar, la casita de un perro y varios juguetes inservibles, se exhiben cartulinas donde se especifican, a punta de crayón, los más variados productos. En cuanto a los servicios, van desde lectura de tarot hasta amarres y limpias.
Allí, a todas horas, el tráfico es muy intenso y priva la confusión. Hay momentos en que nadie se mueve, pero se escucha en tono progresivo, amenazante, el diálogo feroz que entablan cláxones y motores, choferes y peatones. En medio del caos, dos días a la semana aparece en ella calle un hombre ya mayor. Desde que perdió su trabajo, hace dos años, se detiene en el mismo sitio contra una pared gris y desnuda. Ajeno a todo, parsimonioso y concentrado, saca de su mochila su clarinete y después un atril donde extiende la partitura. Se toma unos segundos, aspira y empieza a tocar lo que siempre interpreta: un solo para clarinete.
Entre el congestionamiento y el intercambio feroz, su música se asfixia, nadie se detiene a escucharlo, pero él no pierde el entusiasmo y cumple con su destino: seguir fiel al dictado de las notas. Su rostro se ilumina las raras veces que oye caer, en la cajita de cartón junto a sus pies, una moneda: la nota más alegre en el solo para clarinete.
Ese músico, anónimo y tenaz, no imagina que durante el breve tiempo de su interpretación, la pared que lo abriga se vuelve menos gris y la ciudad recobra algo de la cordura y el orden perdidos.
Confesión
El restaurante Dayni
es muy pequeño y está equipado sólo con una barra. Sus únicas tres mesas se hallan en la banqueta. En espera de que se desocupe alguna, dos mujeres conversan en voz alta. La mayor interrumpe a su interlocutora para hacerle una confesión:
–Te sientes frustrada porque echas de menos demasiadas cosas que se han perdido; yo, en cambio, sólo extraño una: la época en que no añoraba nada.