or casi 40 años la economía mexicana ha crecido lentamente, por debajo de las necesidades básicas de una sociedad que, a su vez, ha crecido con rapidez y registrado importantes cambios demográficos hacia una maduración de sus estructuras fundamentales. Parte de este proceso se observa en la dinámica decreciente del crecimiento poblacional, así como en la composición actual de su morfología etaria.
No menos importante ha sido y es la tasa de urbanización y metropolización que nos hace habitantes de grandes conjuntos sociológicos, demográficos y emocionales. Hemos cambiado, en gran medida para bien, por obra y gracia de nuestras propias virtudes y defectos como comunidad humana. Desde luego, como sociedad nos hemos vuelto más jóvenes y el Estado enfrenta nuevas demandas y necesidades derivadas de estas mudanzas que empiezan por ser epidemiológicas: nuevas enfermedades y dolencias; nuevas carencias y ausencias.
No ha ocurrido así con nuestros órdenes productivo y distributivo. Es cierto que la capacidad instalada para producir bienes es mayor que la que teníamos hace cuatro décadas, tanto en los sectores primordiales como los alimentos o las materias primas como el petróleo, como en aquellas ramas donde se forjan y funden el progreso y la modernidad. Ahora exportamos automóviles, televisores, computadoras y otros artefactos, en tanto que nuestras instalaciones para producir acero, cemento, vidrio y plásticos son grandes.
Lo que sigue estancada es la capacidad de la economía para generar empleos suficientes y satisfactorios en calidad, remuneraciones y seguridad. Más de la mitad de los trabajadores en México labora en condiciones de informalidad, sin acceso a la seguridad social y sin garantías de contar con atención adecuada en la medicina pública. Centenares de miles de niños y jóvenes son obesos malnutridos, candidatos a diabetes precoz, y además no pocos siguen desertando de la escuela en edades y niveles tempranos.
Hablamos de cantidades ingentes de población vulnerable o carente que nos hacen impresentables. Nuestras cuotas de pobreza y vulnerabilidad expresan carencias y deficiencias, pero, también, un marco institucional del todo ajeno a cualquier idea de justicia social y protección de los derechos fundamentales, convertidos en la columna vertebral de los mandatos constitucionales desde 2011.
Somos una república irregular, donde impera la ley de la selva o, de plano, la anomia galopante que azota a regiones y corroe a comunidades. Las producciones y productividades de que la economía hace gala encuentran su más férreo mentís en una desigualdad aguda y una concentración de ingresos, riqueza y oportunidades que no guarda correspondencia alguna con los mandatos constitucionales, menos con retóricas que hablan de primero los pobres o de garantizar el bien común por la vía de la democracia.
Que México sea un país anormal e informal, en aspectos esenciales de la vida pública o privada, no exime a la sociedad y sus organizaciones y representaciones de un necesario ajuste de cuentas con sus discursos dominantes. Pero para ello hay que rechazar formas comunicativas como las estridencias circuladas recientemente por unas cifras de empleo mal manejadas y peor difundidas.
No hay tal desplome del empleo, pero sí una reducción preocupante en la creación de empleo formal. No hay guerra civil en torno a ello sino la obligación de ofrecer explicaciones racionales y correctivos coherentes.
En tanto el subempleo, el mal empleo y la precariedad sigan definiendo la existencia triste y desesperada de las masas laborantes y lleven a miles de jóvenes a transitar por las peores opciones de vida, mal haremos en que nuestros debates sobre la economía política nacional y la política económica y social no partan de claras y contundentes evidencias y razonamientos. Para empezar, de rechazar mistificaciones y autoengaños.
Uno fundamental: querer entender por normal lo que es grotesco. Otro: suponer que con negar la realidad la superamos y creamos otra circunstancia. Ahí empieza la mitomanía y la cosa se pone grave.