Domingo 9 de junio de 2019, p. a16
Cuentos completos es la primera recopilación de todos los relatos breves de Rubem Fonseca publicada en español; incluye sus primeros cinco libros de 1963 a 1979: Los prisioneros, Lúcia McCartney –estos dos no se habían publicado en México–, El collar del perro, Feliz año nuevo y El cobrador, donde aparece el texto del mismo nombre. Al cuentista se le considera uno de los máximos exponentes del género dentro y fuera de su natal Brasil. La Jornada ofrece a sus lectores un extracto de Cuentos completos 1, de Fonseca, publicado por Tusquets, 2018. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
1.Estoy muy pensativo, cosa que me sucede siempre antes de ir a acostarme, cuando cierro las puertas de la casa. Y esto me deja excesivamente irritado porque, cuando vuelvo a la cama, a pesar de las claves mnemotécnicas que utilicé para tener la certeza de haber cerrado las puertas y las ventanas, me asalta la duda y tengo que levantarme otra vez. Hay noches en que me levanto cinco, seis, siete veces, hasta que por fin, despejadas todas las dudas, me duermo tranquilo. Hoy, por ejemplo, ya me levanté dos veces para ver si las puertas efectivamente estaban cerradas, aunque al final no me fijé si lo estaban. Las claves mnemotécnicas que utilicé parecían ser eficaces. En la ventana del balcón lancé un pequeño escupitajo entre las persianas y comprobé, mientras cerraba la falleba, que había una gota de saliva oscilante que reflejaba la luz del farol de la calle. En la puerta de entrada, mientras ponía el cerrojo, exclamé en voz alta Alea jacta est, dos veces. En la puerta del fondo, después de cerrarla, levanté la pierna y apoyé la planta del pie en el picaporte. Estaba frío. Después me acosté, esperando volver tranquilo a Ulpiniano el Brujo, Mangonga, Najuba, Félix, Roberto y yo mismo. Ahora mismo, en la cama, la palabra volver me permite constatar, con aflicción, que al hacer mi ronda de seguridad no estaba concentrado en esa tarea esencial (habían entrado ladrones dos veces a mi casa y habían robado una parte sustancial de mis posesiones), y que aunque pensaba estaba distraído, y por lo tanto no podía tener la certeza de haber cumplido mi tarea con precisión. De hecho, recapitulo ahora, cuando cerré la puerta y exclamé en voz alta Alea jacta est estaba pensando en el mono que hablaba con Vespasiano, padre de Ulpiniano el Brujo y de Justin, su hermano y mago de profesión, de quien yo era asistente. A pesar de que algunos decían que yo era asistente de un mago por diletantismo, lo que me interesaba en realidad era el dinero que ganaba en cada presentación, dinero que me ayudaba a pagar mis estudios, ya que los números de magia no me gustaban tanto y Justin me obligaba a trabajar de saco y corbata de moño. Hacíamos el espectáculo en circos y clubes. Los circos casi siempre estaban en los suburbios, y los sábados y los domingos había, además de la función nocturna (21 horas), una matiné (16 horas). Así que prácticamente pasaba todo el sábado y todo el domingo en las afueras, porque no me convenía regresar a casa. Lo cual no me incomodaba porque estaba cortejando (aunque ella no lo sabía) a Aspásia, una chica peruana o ecuatoriana, tal vez boliviana, que era equilibrista. Ella trepaba hasta la cuerda floja con una falda corta de satén rojo y una sombrillita de colores y era linda, la cara fresca, el cuerpo todo equilibrio y poder, deslizándose ágil y leve sobre la cuerda de acero. Pero ella no quería saber nada de mí porque yo tenía apenas quince años y no era nada.
Debemos ordenar los acontecimientos. Estamos en la escuela secundaria y yo soy alumno y asistente de mago. Es lunes; estoy triste porque el domingo fui a ver a Aspásia y le recité, en español, ‘‘La casada infiel’’. Después de escuchar sonriente lo que habría debido (creía yo) conmoverla hasta las lágrimas, dio por terminado el asunto diciéndome que mi español era desastroso. No con esas palabras, pero sí con esa intención. Yo tenía que ir a la escuela cuando lo único que quería era estar en la isla de Cayo Icacos, que descubrí en el atlas y que debía tener palmeras, mar azul y viento fresco, con Aspásia a mi lado.
La primera clase era la de Churrinche, llamado así porque era menudito y tenía los brazos como las alas de un pajarito feo. Le teníamos desprecio y tal vez odio: los jóvenes no perdonan a los débiles. En el último banco, Mangonga leía un libro prohibido de la colección verde: Las hetairas de lujo; Ulpiniano el Brujo parecía estar prestando atención a la clase, pero yo sabía que eso era imposible; Félix tomaba notas; Najuba tomaba notas; Roberto fabulaba con su ojo desviado. Ya había pasado la etapa en que disfrutábamos (nosotros, los líderes de la clase) ridiculizando a Churrinche, quien, por ser sordo, no representaba ningún riesgo. Ese día, después de clase, Roberto me llamó y me dijo: ‘‘Voy a contarte algo que no tengo el coraje de contarle a nadie, ni siquiera a mi madre, ni a mi padre, ni a mis hermanos’’, lo que no era ningún privilegio, puesto que Roberto era una persona que vivía aislada dentro de su casa, leyendo solitario interminables tratados de parapsicología, sin ninguna posibilidad de comunicarse con sus padres, que lo habían tenido a una edad avanzada. La diferencia de edad entre Roberto y sus hermanos era, como mínimo, de veinte años. Su cara era así: pálida, ojerosa (pasaba las noches leyendo, a escondidas de la madre) y de nariz muy larga, incluso para un hombre adulto. No era, por lo tanto, ningún privilegio que me contara aquello que no le había contado ni siquiera a su madre, etcétera. Me empujó a un costado y solo empezó a hablar cuando, a pesar de estar aislados en un rincón del corredor, tuvo la seguridad de que nadie podía escucharnos.
–Hoy volé –dijo. Le brillaban los ojos. –¿Es verdad? –dije yo. No sabía si creía o no. No en él, sino en el vuelo. Él no mentía nunca.
–Volé. Te lo juro. Me crees, ¿no? –dijo mirándome ansioso–. Me despegué veinte centímetros del suelo.
Fuimos al bar de la calle Vieira Fazenda. Pedimos una taza de café con leche y un sándwich de mortadela, un lujo. Ahí me contó, con todo detalle, cómo había sido la cosa. Más o menos así: fue inmediatamente después de que terminó de leer el libro de Sir W.Crookes Researches in the Phenomena of Spiritualism. Cuando Crookes escribió el libro, en 1920, nadie que no fuera creyente podía creer en esas cosas. (Incluso santa Teresa y san Juan de la Cruz, que fueron vistos suspendidos en el aire, son conocidos por otros talentos y no por ese. Y san José de Cupertino, aunque levitó más de cien veces, no logró, por ser un santo medio burro y que no sabía hacer otra cosa, mayor prestigio dentro de la historia de la religión.) Fuera del campo religioso, los fenómenos de la parapsicología –como la telepatía, la clarividencia y otras formas de percepción extrasensorial– no tenían muchos seguidores. Roberto había comenzado sus experiencias relacionadas con la PES (Precepción Extrasensorial) leyendo a Murchinson, Rhine, Sval, Goldney, Bateman y Zorad. Y después a Richet, Osty, Saltmarsh, Johnson y Pratt. E incluso a Schmeidler, McConnell, Myers y Podmore. Y finalmente a Schrenck-Notzing, Plaine y L.S. Bendit. No había nadie que hubiera leído más sobre parapsicología que él. Mantenía correspondencia con la Psychical Society of England. Se escribía con S.P. Bogvouvala, de la India, y juntos realizaban grandes hazañas (uno leía el pensamiento del otro a distancia). Ser médium, hipnotizador y telépata eran para él cosas menores. Su interés era la levitación propiamente dicha. ‘‘Es una cuestión de control de las energías del cuerpo’’, decía. No era un místico, condición que quizá le habría facilitado las cosas. (Véase: H.H.C. Thurston, The Psychical Phenomena of Mysticism.)Pero tenía una gran fuerza de voluntad. Un día, ese día, empezó a concentrarsea la mañana; la familia no estaba encasa, era un fin de semana, él se había quedado a estudiar para los exámenes. No almorzó, ese día no comió nada, ni cenó. Sentía dentro de sí una fuerza enorme que se agrupaba y ganaba poder y carácter. Llegó la noche. Y cuandoempezaba a rayar el nuevo día, verificó que su cuerpo había comenzado a desprenderse del suelo. Permaneció suspendido en el aire durante un tiempo, hasta que sintió que le fallaban las fuerzas y descendió.