a cuestión o preocupación ambiental, no es más que la re-aparición de la Naturaleza, la Madre Tierra, el antiguo enlace con la dimensión femenina, en las sociedades modernas. La naturaleza es la fuerza que los seres humanos debemos tomar en cuenta y respetar para seguir existiendo. En efecto, la Naturaleza estuvo presente en el imaginario de las culturas ancestrales, como una entidad viva y sagrada desde sus orígenes hace 300 mil años, y fue sólo con el advenimiento de la modernidad, materialista, tecnocrática, patriarcal y mercantil que la Naturaleza se convirtió en un ente a ser eliminado y explotado, en un recurso natural externo, en un capital natural
, en una máquina a ser analizada y escudriñada por el ojo frío, objetivamente frío, de una ciencia al servicio de la acumulación de la riqueza. Esta conciencia ecológica, que suma día con día, a millones y millones de seres humanos en todo el mundo, nos permite visualizar de manera diferente a la política, al tiempo, a la gobernanza y a las relaciones sociales. Tres dimensiones alcanzo a visualizar.
Primero, bajo la perspectiva de la conciencia ecológica, la habitual geometría política de izquierda y derecha desaparece para ser remplazada por una sola disyuntiva. No hay más que políticas por la vida y políticas para su destrucción, políticas para la muerte. Visto globalmente, a la luz del calentamiento del planeta, este dilema se traduce en políticas que enfrían el clima y políticas que lo calientan. Es decir, políticas que enfrentan y remontan la crisis ecológica actual o bien que abonan el camino hacia el abismo. O defendemos la vida o la continuamos aniquilando en nombre del mercado, la tecnología, el progreso, el desarrollo, el crecimiento económico, etcétera.
La segunda, es que ahora vemos el devenir, el transcurso del tiempo de otra manera. Ya no son los simples años, décadas o sexenios, ahora están puestas las miradas en lo que pasará de aquí a 2050, en sólo 30 años. Para esa fecha, la humanidad alcanzará 9 mil millones de habitantes, es decir, 2 mil millones más de seres humanos que requerirán, aire, agua, alimentos, energía, educación, cultura, hábitat y esparcimiento; el petróleo llegará a su fin (y le siguen gas, carbón y uranio), el cambio climático, que no se ha detenido a pesar de las advertencias de los científicos, desde hace ya varios años, estará generando catástrofes de todo tipo, y los alimentos que serán necesarios tendrán que generarse bajo métodos agroecológicos, y no más bajo las pautas insanas y destructivas de la llamada agricultura moderna o industrial. Estos cuatro procesos, incontrovertibles, al combinarse generarán escenarios complejos de alto riesgo para toda la humanidad.
Lo tercero, que surge de lo anterior, nos obliga a indagar la verdadera naturaleza de las fuerzas profundas que provocan este panorama actual y del futuro próximo. No somos todos los seres humanos los culpables de la crisis actual, como nos lo indica un ambientalismo superficial y una ciencia que se niega a abordar las relaciones de poder en las sociedades contemporáneas, sino una minoría de minorías. Y esa minoría tiene nombre: se llama neoliberalismo. No se trata ya de la especie humana, sino de una fracción de esa, que bien podemos denominar Homo demens: el mono demente. Se trata por supuesto de la suma de decisiones de unos cuantos individuos y sus instituciones corporativas, obsesionados por la acumulación de su riqueza a toda costa. Esa obsesión que opera como una máquina indetenible (apuntalada por estructuras gubernamentales, militares, financieras, e ideológicas) y que ha sido denunciada por igual por políticos radicales, humanistas y filósofos, gente de ciencia, la encíclica Laudato si, películas y series de televisión, y recientemente por los niños del mundo.
La conciencia ecológica nos dota entonces de tres faros para enfrentar la espesa oscuridad del mundo actual. De tres verdades para orientar nuestra presencia y la de nuestras familias, comunidades, audiencias y sociedades, así como nuestro activismo y, por qué no, la de las políticas públicas. Y es que, cuando ya no logremos nombrar las cosas por su nombre, no sólo estaremos negando nuestra esencia de mono sentipensante ( Homo sapiens), sino caminando en un sentido contrario al de la historia. Nosotros, el 99 por ciento, nuestro planeta, nuestros hijos y demás descendientes, y los otros seres con los que compartimos, tenemos derecho a la vida.