o hay democracia liberal posible sin la existencia de un sistema de partidos políticos. Partamos de esa premisa. En el pasado ciclo electoral, el sistema de partidos políticos vigente desde hace tres décadas, fue borrado del mapa. No existe. Hay logos, siglas, sedes, cascarones, envolturas para todas las ideologías, papel membretado, mobiliario y credenciales; pero partidos políticos, en su concepto más profundo, no. Desaparecieron de facto con la irrupción del movimiento político Morena, que supo construir una narrativa de contrapeso al establishment del cual ese sistema de partidos tradicional
formó parte.
En ese contexto, cabe preguntarse hacia dónde debe caminar la –aún muy joven– democracia mexicana en el siglo XXI: ¿Hacia una redición del régimen de partido hegemónico con otras siglas?, ¿a la reconstitución de alternativas democráticas de izquierda, centro y derecha?, ¿a la recomposición de los partidos que cayeron en julio pasado, o incluso a la desaparición de muchos de éstos para dar paso a nuevas opciones? A pesar de lo pertinente de las interrogantes, percibo poco interés y atención por discutir esta variable fundamental de nuestra democracia.
En el PRI estamos inmersos en un debate que destaca las virtudes y los defectos de quienes aspiran a presidir el Comité Ejecutivo Nacional, y no en el debate de fondo: qué partido queremos ser, cómo queremos ser percibidos, cómo volver a ser competitivos, cómo recuperar la confianza de los ciudadanos, cómo salir de un abismo más profundo que la derrota: la intrascendencia. En Acción Nacional, tras una verdadera sangría de liderazgos y cuadros, el panorama no es mejor: en las elecciones de este año perderán más que nadie cualitativamente. Bastiones históricos (como Baja California) en los que no tienen oportunidad alguna, o joyas electorales (como Puebla) donde la historia les dará un durísimo revés. El PRD, despojado de causas y banderas, de figuras y activos, gravita sin consecuencias. Movimiento Ciudadano, por su parte, depende del éxito de una administración local naciente (la del Gobernador de Jalisco, Enrique Alfaro) para fincar su futuro a escala nacional. Los demás, jugando a ser una bisagra parlamentaria o dependiendo de las resoluciones del Tribunal Electoral para seguir respirando. Ese es el sistema de partidos políticos en México. Ese es el saldo de muchos años de lejanía y arrogancia, de falta de claridad y de ideas; de un pragmatismo mal entendido que los hizo a todos lo suficientemente parecidos, como para que llegara una alternativa de contraste y los aniquilara. Todos los que hemos participado en política partidaria debemos un mea culpa por la situación que guardan estos vehículos fundamentales de la representación democrática.
Maurice Duverger apuntó con éxito el rol de los partidos –que jamás dejan de ser instituciones– en el Estado, y la importancia de la organización, sobre la composición social y la doctrina. ¿Qué brújula guía la reorganización del sistema de partidos políticos en México? ¿Alguien está pensando en hacer las cosas de manera diferente?, o más bien se pretende hacer posible lo imposible en las próximas contiendas: jugar el juego de siempre esperando un resultado distinto, con las reglas de antaño y las prácticas que originaron la debacle.
Los partidos políticos no pueden conformarse con la posición que arrojó la pasada contienda. Sería una condena de mediocridad y un vacío lamentable para la democracia. Queda muy claro que una mayoría legítima votó por una opción (Morena) distinta a lo conocido hasta ahora, y que millones de mexicanos son representados en distintos ámbitos del gobierno y el parlamento por esa fuerza política. ¿Y los demás?, ¿qué representación política tienen hoy y en términos democráticos cuál merecerían?
Si en verdad queremos fortalecer nuestra democracia, más allá de nuestras diferencias, hay que recomponer el sistema de partidos. Ni al más fuerte le conviene tener frente a sí competidores desdibujados que no logren canalizar lo que piensa y quiere otra parte de México.
Para lograrlo, es urgente revisar las correas de transmisión de los partidos con la gente. El viejo modelo clientelar complementado con el abanderamiento de temas de uno u otro lado del espectro político está rebasado. La reconstrucción del sistema pasa por entender las razones y emociones del ciudadano frente a la urna; la frustración crónica de los que otrora fueron sus militantes; la brecha inmensa entre las cúpulas partidarias y los convencidos de a pie
, que van con gusto a la batalla aún sabiendo que está perdida. La reconstrucción pasa por entender que eso que Duverger priorizó, la organización, pasa por una sociedad hipercomunicada y conectada, de generaciones a las que la apertura del sistema político con la reforma encabezada por Reyes Heroles les suena a historia antigua. La reconstitución pasa por asumir que lo que saben hacer no sirve más, y lo que sí sirve aún no es parte de su organización. La reconstrucción depende de compartir que, más allá de filias y fobias, a México le conviene un sistema de partidos. Mejores, legítimos, cercanos, distintos, sí, pero que sobre todo representen el crisol de opiniones de la nación.