a discusión nunca ha cesado. Con mayor o menor encono, llevamos décadas enfrentando la disyuntiva. Cuánto. Cómo. Para qué. En México, por herencia revolucionaria, se asumió por décadas la responsabilidad del Estado (a veces exclusiva) en fomentar y difundir el arte, el pensamiento, el ornato del régimen bajo la influencia de intelectuales de primera, y más adelante administradores eficientes, o lo que va de José Vasconcelos a Rafael Tovar y de Teresa. Con sacudidas y recortes, primaveras del entusiasmo (la Olimpiada Cultural en 1968) y años de vacas flacas, el rubro sobrevivía un renglón abajo de salud y educación (primer eslabón del horizonte cultural, como saben el maestro rural y el de bachillerato). La llegada del neoliberalismo, que sí ocurrió más allá de las simplificaciones en boga, marcó un cambio, no tanto de contenido como de gestión. Lo del contenido vendría por añadidura.
La libertad de expresión se fue conquistando, a veces a precios humanos elevadísimos, durante un siglo. Los temas, lenguajes y manifestaciones de la cultura se ensancharon a una escala que los jóvenes de hoy quizás no imaginan. Cuando El laberinto de la soledad usó con largueza la palabra chingada
hace más de medio siglo, todos pensaron que Octavio Paz rimaba con audacia. Ya vendría Picardía mexicana de Armando Jiménez para acostumbrarnos, en cierta clandestinidad, al gallito inglés, los albures de retrete y El ánima de Sayula
. Eso reflejaba el grado de represión moralista e ideológica en la sociedad. Serían el cine mexicano de los años 70, y medios como Excélsior de Julio Scherer, los que romperían el hielo de la sexualidad, las palabrotas, la violencia escatológica.
El Estado siempre estaba ahí. Así como impulsó al muralismo, la alfabetización con los clásicos, el indigenismo literario, cinematográfico y plástico del cardenismo o el cine echeverrista, controlaba pero permitía. A veces nos protegía del fascismo y el conservadurismo. Su laicismo nos ahorró cantidad de basura que otros países, como España o Chile, tuvieron que tragarse con obispos, cardenales y burguesías absolutistas, cosa que aquí Juárez dejó zanjada, y bien.
El reciente cambio de gobierno reactivó, en otro nivel, las querellas del primer lombardismo con los Contemporáneos, o las del round Monsiváis-Paz, pero el grado de esquematismo actual no tiene precedente. A tal grado que por primera vez el lado popular
podría cercenar fuera de proporción muchos rangos, registros y trabajos culturales, bajo el paupérrimo adjetivo fifí
, que oculta más de lo que muestra. El vituperado neoliberalismo, que data de cuando el grupo salinista dio un golpe suave en 1985, tolerado por el licenciado De la Madrid, y se consolidó tras el fraude electoral de 1988, buen cuidado tuvo de mantener e incrementar la participación del Estado en los términos más alivianados posibles.
Recuérdese que el jefe de Gobierno capitalino ofreció a la comunidad teatral en 1989 los foros del Estado, que eran un chingo, y todos contentos; o la creación ambiciosa, amplia y progresiva de un sistema
de sistemas para creadores, investigadores y académicos que reconcilió al gobierno con la intelectualidad desafecta y le concedió cuotas inéditas de poder económico, aunque no político. El Estado remató un montón de propiedades, privatizó pues, y tuvo dinero para comprar Solidaridades e intelectualidades. Y si el gobierno salinista era corrupto de origen, pronto transmitió el estilo a sus criaturas culturales.
Becas, estímulos, premios, fondos ampliaron el impulso cultural, abierto a la nueva plutocracia que apuntaló a los gobiernos al fin de siglo. Con todo y sus guerras brutales en Chiapas y Guerrero, extendidas por Calderón al país entero por motivaciones más horribles que políticas, no cambió la prodigalidad estatal. La cinematografía, uno de nuestros orgullos recurrentes, aún en el peñanietismo seguía muy apoyada por el gobierno, con tolerancia de contenidos casi absoluta, por mucho que le pegaran o desnudaran. Salía más fácil aguantar vara que agrietar la impunidad total que disfrutaban el gobierno y sus socios. Los aires moralistas y sobreideologizados del presente podrían amenazar excepcionalmente la responsabilidad pública en la creación y difusión cultural. (Continuará, ni modo).