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Vox Libris
Tema libre
Periódico La Jornada
Domingo 19 de mayo de 2019, p. a16

El escritor chileno Alejandro Zambra reúne en Tema libre 11 textos mediante los que se reconoce a plenitud su voz literaria. Ese libro, coeditado por Anagrama y Océano, incluye ficciones, conferencias, ensayos y crónicas que apuntan en direcciones múltiples. Con autorización de ambos sellos editoriales, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de esta obra.

El primer ser humano argentino que tuvo alguna influencia en mi vida fue un rubio de veinte años y un metro noventa, al parecer muy bueno para el volley playa, que en el verano de 1991 se comió a mi polola. Fue en el club de yates de El Quisco, en presencia casual de unos compañeros míos del colegio, que luego describieron los hechos, con lujo de detalles, en el diario mural. Ahí empezó mi calvario, pero ahora pienso que fue bueno. Fue bueno, por supuesto, saber. Siempre es mejor saber. Y también fue bueno ocupar tan temprano, a los quince años, y de forma tan pública, el lugar de cornudo. Uno de los momentos más importantes en la vida es cuando nos enteramos de que nos pusieron el gorro. Es necesario pasar por eso, haber estado ahí.

Aprendí mucho esos días –esas semanas, esos meses–, cuando todos se burlaban de mí o me compadecían, que al fin y al cabo es lo mismo. Hubo dos o tres amigos fieles que no mencionaban el tema en mi presencia y que si se burlaban lo hacían con discreción. Y qué importantes son la discreción y el compañerismo. El Hugo Puebla, por ejemplo, para consolarme, me contó el chiste del tipo que vuelve a casa con la cara ensangrentada, cojeando, su mujer le pregunta qué te pasó y él responde que le pegaron entre varios porque lo confundieron con argentino –y por qué no te defendiste, pregunta ella, y él le responde: porque me encanta que les peguen a esos conchas de su madre. Cuando imaginaba a ese argentino metiéndole mano a mi polola me acordaba de ese chiste y me lo contaba a mí mismo de nuevo y lo alargaba indefinidamente, y era un deleite, un antídoto, un soberbio desahogo.

Esos tristes hechos provocaron en mí un prejuicio grande contra los argentinos, contra el volley playa e incluso contra el verano. Por fortuna al año siguiente, en Guanaqueros, conocí a Natalia, una maravillosa porteña menor de edad, lo que en todo caso no era un problema, porque yo también era menor de edad, incluso ella era algunos meses mayor que yo. Nuestro noviazgo –ella lo conceptualizó como un noviazgo– duró, en lo presencial, solamente una semana, pero seguimos un rato por correspondencia. Por entonces estaba de moda El amor después del amor, el disco de Fito Páez. Yo no soportaba –ni soporto– la voz de Páez, pensaba que se reía de la gente, que era una parodia, que nadie que cantara así podía pretender que lo tomaran en serio, pero igual ‘‘Tumbas de la gloria’’ me emocionaba un poco y también me gustaban otras tres o cuatro canciones del casete –cuando ella me preguntó, por supuesto le dije que me gustaba entero, que era un discazo, y entonces sacó un fascinante aparato que permitía que ambos conectáramos simultáneamente nuestros audífonos a su walkman.

El casete sonaba y sonaba, porque el walkman era autoreverse. La canción que menos me gustaba era justo la que le daba título al disco. Me parecía –y me sigue pareciendo– espantosa, pero qué remedio, a ella le gustaba, y la aprendimos de memoria, y hasta analizamos la letra: ‘‘El amor después / del amor tal vez / se parezca a este rasho de sol.’’ En realidad no había mucho que analizar, la canción era simplemente mala, pero Natalia me explicaba que había otra etapa en las parejas, una etapa en que dejaban de amarse y empezaba algo que no era amor pero que era el amor después del amor, y yo me imaginaba a un matrimonio de ancianos cantándola y tratando de tirar y me partía de la risa.

La Nati –no le gustaba que le dijeran así, sus amigas le decían Nata, como esa lámina asquerosa que cubre la leche caliente– volvió a Buenos Aires y comenzamos a cartearnos al tiro. Yo le escribía cartas largas y dramáticas en que le hablaba de Santiago, de mi familia, de mi barrio, y ella me contestaba con perfectas redacción y ortografía (yo valoraba mucho eso) y hasta con unos dibujos muy bien hechos y algún detalle como perfume, o mechones de su pelo medio rubio, o pedazos de uñas pintadas, e incluso, pero solo una vez, cinco gotitas de sangre. Le pedía que me describiera Buenos Aires y ella respondía, con gracia, que Buenos Aires era como todas las ciudades del mundo, pero un poco más hermosa y bastante más fea. Para bien y para mal, mi educación sentimental les debe bastante a esas cartas, que de pronto ella, muy razonablemente, dejó de contestar, aunque yo seguí escribiéndole durante un tiempo, porque en esos años mi rasgo principal era la persistencia.

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▲ Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) en imagen tomada del libro.Foto © Cristián Ortega Puppo

Al verano siguiente mis padres armaron unas vacaciones en Frutillar e invitaron a Luciano, un viejo amigo trasandino. Alojábamos en dos cabañas, una muy grande donde dormían mis padres, mis tres hermanas y la Mirtita, que era la hija de Luciano, y en la otra nos quedábamos él y yo, aunque yo dormía poco, porque estaba deprimido, aunque en ese tiempo no lo sabía y tardé una eternidad en darme cuenta, estuve deprimido tantos años, mi adolescencia entera y la primera parte de mi juventud, y si lo hubiera sabido todo habría sido tan distinto, pienso, por la rechucha.

El día anterior al viaje le había encargado a mi mami, que trabajaba en el centro, que me comprara una antología del poeta Jorge Teillier, y ella se había confundido y me había comprado un libro de cuentos de Jaime Collyer, así que no me quedaba más remedio que leerlo. En la cama de al lado Luciano fumaba, tomaba whisky, miraba el Festival de Viña, se rascaba violentamente la mejilla izquierda y más encima me conversaba –‘‘seguí leyendo, no me contestés’’, me decía, pero luego lanzaba alguna observación que se convertía en pregunta, y yo en efecto, obedientemente, no le contestaba, pero él igual esperaba una respuesta, y entonces yo decía una frase corta y eso a él le bastaba, me lo agradecía, hasta que se quedaba dormido con el vaso perfectamente equilibrado en el pecho, como si todos los días de su vida se hubiera dormido con un vaso de whisky a medio terminar en el pecho. Luciano era gordo, de tez rojiza y casi completamente calvo, como creo que son todos los argentinos a contar de cierta edad. Y aunque después me porté tan mal con él, debo decir que en ese momento me pareció una persona agradable.

Entonces mi padre andaba obsesionado con la pesca con mosca, y cuando no estaba pescando se dedicaba a ensayar en el césped sus lanzamientos, trataba obsesivamente de perfeccionar la técnica (había algo inquietante en la imagen, una cierta proximidad con la locura, por supuesto). Luciano era, en teoría, su socio, su amigote, pero se aburría casi de inmediato, así que a veces, en realidad casi siempre, se iba con mi mamá y las niñas al lago, o jugaba conmigo a la pelota o me acompañaba en mis caminatas. Un día pasamos por una escuálida feria, en la Plaza de Armas, donde vendían algunos libros de la editorial Planeta. Todos los argentinos que conocí luego son grandes lectores, se diría que se pasan todo el tiempo leyendo, aunque también parece que se dedicaran exclusivamente a tomar mate o a ver el futbol o a escribir columnas de opinión. A Luciano, en cambio, no le gustaba leer: miraba los libros de lejos, con desconfianza, como proyectando un futuro aburrimiento, y esbozaba una semisonrisa prudente, como en una celebración callada de la no lectura. A mí me gustaba leer más que nada poesía, era raro que leyera novelas, pero ese verano tenía ganas de leer novelas, y elegí tres, más o menos al azar. Luciano insistió en pagar mis libros, cosa que quiero ahora agradecer públicamente, y se disponía a pagar la novela que con desgano o más bien dicho con falso entusiasmo había elegido, pero a último minuto se arrepintió. ‘‘A quién quiero engañar, boludo, si no la voy a leer nunca’’, me dijo, con total y contagiosa alegría.