espondo por mí. Quiero que le vaya bien al Presidente de la República en los proyectos de desarrollo que involucran a comunidades rurales, pero también quiero que le vaya muy bien a esas comunidades rurales de suerte que los proyectos de desarrollo sean palanca para su progreso material y cultural. Veo que la relación entre comunidades y Estado está muy tensa, pero no desde que tomó posesión AMLO, sino desde muchas décadas antes, cuando so pretexto de buscar su progreso se terminó por encadenar y sumirlas más en la miseria. Me refiero a comunidades rurales de muchas regiones del país.
La relación entre comunidades y el Estado se encuentra severamente dañada y llevará tiempo, pero sobre todo paciencia, reconstruir la confianza que hoy existe de manera precaria. Muchos opositores al actual régimen añaden confusión e informes equivocados a veces de muy mala fe. Pero la relación dañada entre Estado y comunidades está ahí.
Mucha gente de bien, muchos progresistas que llevan décadas trabajando al lado de esas comunidades, muchas organizaciones civiles de gran estatura ética, deben ser convencidas no con denuestos, sino con hechos.
El régimen de la 4T tiene que aprender a tratar con estas formas de organizaciones comunitarias insertas, sin embargo, en una larga tradición. Se necesitan deseos verdaderos de escucharlas y consultarlas. Sobre todo, deben ser vistas no como rémoras del pasado u obstáculos para el futuro, sino como aliadas clave en la reconstrucción del país.
Del otro lado, estas comunidades, sus dirigentes, los activistas y las organizaciones civiles tienen que aquilatar la diferencia que implica tratar con un gobierno encabezado por AMLO frente a los gobiernos anteriores. Falso que sea la misma gata pero revolcada. Grave error cometerían quienes conciben que no hay diferencias.
Veo, desde luego, una sociedad organizada para tres propósitos: aprovecharse del Estado –no sólo económicamente–, defenderse del Estado y suplir la ausencia del Estado. Pero está organizada en enclaves, enjambres, desconectados en gran medida. Faltan conexiones discursivas y acciones comunes. Se requiere el diseño de un nuevo trato entre el Estado y las comunidades.
El primer espacio para avanzar en esta dirección es el espacio de lo que denominamos campo. Pero, ¿qué es hoy el campo? A desentrañar esta pregunta dedicaré mis siguientes entregas.
Cuatro, me parece, son los rasgos básicos del campo mexicano.
México no es un país predominantemente agrícola, sino un país con enorme riqueza de recursos naturales. Nuestra frontera agrícola abarca entre 22 y 26 millones de hectáreas, de las cuales no más de 20 por ciento están en tierras de riego y la inmensa mayoría son de temporal de calidad variable pero limitada. Frente a ello nuestros recursos forestales, biogenéticos y pesqueros nos hablan de un potencial productivo en recursos naturales nunca asumido plenamente.
México es un país de pequeña producción agrícola e industrial. Los modelos exitosos de pequeña producción se encuentran, sobre todo, en el sudeste asiático. El éxito se debe al alineamiento de las políticas públicas, particularmente asistencia técnica y adiestramiento, investigación y desarrollo, crédito, infraestructura y subsidios, a la producción en pequeña escala rural en un lapso continuo de al menos 10 años.
México tiene una enorme diversidad de sistemas productivos rurales basados no en la especialización, sino en la multiactividad y la multifuncionalidad. Se requieren políticas diferenciadas, ancladas en lo local y lo regional.
Los subsidios públicos han estado casi siempre capturados por los grandes grupos de productores y comercializadores. La desigualdad social se convierte rápidamente en desigualdad en el acceso a la orientación de recursos presupuestales. Ahora, en el presupuesto de la Sader de 2019, por primera vez en décadas, se rompe esa trayectoria de subsidios regresivos.