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Notre Dame sigue de pie
D

espués del desastre del 15 de abril, cuando las llamaradas devoraron techos y flecha de Notre Dame de París, a la cual muchos prefieren llamar la catedral de Francia, es ahora el momento de retener las lágrimas y pensar en reconstruir.

Si una reconstrucción es posible, es necesario, en primer lugar, que la catedral no se haya desplomado. Por milagro, las dos torres de la fachada resistieron, al contrario de las derrumbadas torres gemelas neoyorquinas. En este sentido, es indispensable rendir homenaje a los bomberos. A riesgo de perder su vida, algunos de ellos salvaron el campanario de la torre norte amenazada por su inminente caída.

El capitán de bomberos que decidió enviar a los voluntarios confesó que temía enviarlos a una muerte inútil. Honor a estos héroes, dignos descendientes de obreros y artesanos, cortejo de sombras anónimas, quienes trabajaron durante generaciones para edificar este monumento comenzado hace 850 años.

Ahora, es necesario reconstruir. Ingenieros, arquitectos, artesanos, obreros de oficios de arte, toman su lugar en las filas para iniciar los trabajos. Y, desde luego, las controversias, fértiles o estériles, cunden.

El presidente Emmanuel Macron se fijó una fecha: prometió que la reconstrucción terminará en cinco años. Manifestación de energía ya criticada por mentes más profundas y previsoras. ¿Cinco años? Esto no quiere decir nada. No se trata de lanzarse a un absurdo concurso para ganar la carrera de rapidez y figurar en el Guinness de récords. El tiempo, ante una catedral casi milenaria, no se calcula con los relojes de las prestaciones deportivas. Se trata de reconstruir y reconstruir como se debe.

Puede preverse que la polémica entre arquitectos será violenta. Una tradición de París. La construcción del museo Beaubourg, en el antiguo mercado de abastecimiento de la ciudad, para no hablar de la torre Eiffel, la pirámide del Louvre y tantos otros monumentos de la capital han provocado querellas típicas de los franceses. Acaso, la polémica forma parte de su ADN. Parte de su genio, de su verdadero espíritu, del alma de este pueblo. Victor Hugo no dice otra cosa, y su libro Notre Dame de Paris, novela de un joven de 27 años, quien deseaba igualarse a Walter Scott y obtener el mismo éxito del creador de Ivanhoe, es también la defensa del arte gótico, del Medievo, una diatriba contra el espíritu del siglo precedente, el de Voltaire y las Luces, de donde nace la revolución y se deseaba destruir Notre Dame, símbolo de un mundo antiguo y del poder monárquico.

Los arquitectos deben pensar antes de reconstruir. De ahí la polémica. ¿Rehacer la flecha? ¿Idéntica a la de Viollet-le-Duc, el constructor del siglo XIX, o hacerla distinta? Moderna, por ejemplo. Pero, ¿qué es moderno? ¿Una flecha iluminada como un anuncio publicitario? ¿Una invención de un dizque artista moderno, quien vendió a París una enorme estatua obscena, propia de su enrarecida inspiración, tan rápido colocada como retirada de la plaza Vendôme a causa de la indignación de quienes no se obsesionan por prácticas sexuales particulares?

La polémica durará. El pueblo francés decidirá. En la sociedad moderna, republicana y democrática, toca al pueblo decidir. Parece claro, pero no lo es. ¿Quién decide? En el Medievo, un pueblo anónimo erigió su monumento, Notre Dame, impulsado por la llama de la fe, tal vez ahora tiritante. Hoy, los dones afluyen por millones. Provienen de quienes tienen el poder de otorgarlos. Los multimillonarios. Cada cual se muestra más generoso que su concurrente, a sabiendas de que su imagen pública depende de la suma de su cheque.

En suma, la generosidad es un mensaje publicitario como cualquier otro. Nueva polémica que abre más una avenida que su camino.

De lo alto de su torre, Notre Dame escucha llantos, esperanzas, miedos. Posee una gran experiencia para dar consuelo. Su retrato representa la imagen maternal que veneran los franceses. Se llama la Historia.