na de las apuestas más relevantes del gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), es sobre el tema de la seguridad. Recién su victoria electoral, su gobierno desarrolló un cambio de narrativa pública política que de un inicio se escuchaba muy interesante y parecía un cambio de estrategia frente a la inseguridad.
El gobierno de AMLO dejó de hablar de la guerra, olvidó el lenguaje bélico y comenzó a hablar de la paz. De hecho, se inició un proceso de foros de escucha de las víctimas de la violencia y se reconoció la debacle de las estrategias para combatir la inseguridad en nuestro México adolorido y ensangrentado. Es más, el propio gobierno advirtió la cooptación de instituciones por parte del crimen organizado, y que existían territorios del país tomados por la macrocriminalidad.
Es decir, existían elementos que dejaban entrever una visión distinta a los gobiernos de Calderón y Peña Nieto. Así, en noviembre del año pasado muchas y muchos esperábamos el lanzamiento del Plan Nacional de Paz y Seguridad y fue justo ahí cuando comenzó la desilusión sobre el posible cambio de paradigma en nuestro modelo de seguridad.
Si lo analizamos del punto uno al siete del plan, hay plena coincidencia con la narrativa pública antes descrita, pues plantea garantizar empleo, educación y salud, combatir la corrupción, asegurar que la procuración de justicia funcione, reformular la estrategia de combate a las drogas, entre otros.
Sin embargo, el punto octavo del plan se ha llevado todo el espacio de discusión y debate, pues se trata de la denominada Guardia Nacional. En resumidas cuentas, el nuevo gobierno que cambió los códigos de la narrativa, acudía a una estrategia muy parecida a la seguida los pasados 12 años: acudir a las fuerzas armadas para la seguridad pública y el combate a la violencia.
El gobierno de Peña Nieto planteó una Ley de Seguridad Interior para ello, en tanto que el de AMLO la creación de una institución de seguridad compuesta por marinos, militares y policías federales que formara parte de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) y tuviera formación, adiestramiento, control y conducción militar. Es decir, posiblemente distintas fórmulas para fines iguales o por lo menos similares.
Fue al calor del debate de la reforma constitucional para crear la Guardia Nacional que distintos académicos e integrantes de sociedad civil agrupados en #Seguridad sin Guerra, lograron que la Guardia Nacional no estuviera adscrita a la Sedena y fuese de carácter civil y temporal.
Recientemente se designó al mando que encabezará este proyecto y como se sospechaba se trata de un militar. Es decir, de nueva cuenta no cabe duda que la apuesta de AMLO es por una institución de corte militar.
De acuerdo con la literatura, existen dos formas de militarizar la seguridad: la directa y la indirecta. En la segunda, se puede tratar de instituciones civiles, pero compuesta por militares ya sea en su función de mando o de operación. Y la primera, sin duda se trata de instituciones que son y pertenecen a las fuerzas armadas. En ocasiones, la forma indirecta puede ser más peligrosa que la directa, pues permítanme la expresión se disfraza con piel de oveja a lo que puede ser un lobo.
Las resistencias frente a la militarización de la seguridad tienen muchas causas y muchas explicaciones, pero dos relevantes estriban en que utilizar a las fuerzas armadas en tareas para las que no fueron diseñadas –de seguridad pública—puede generar contextos propicios para más y mayores violaciones a los derechos humanos. Así lo resolvió la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH) en el caso de Campesinos Ecologistas. Y la segunda es que llevamos ya 12 años del modelo de seguridad de corte militar y la violencia no ha disminuido.
En días recientes han sido presentadas las iniciativas de leyes secundarias que darán contenido a las reformas constitucionales por la que se creó la Guardia Nacional. Se trata de tres iniciativas: la de Ley de la Guardia Nacional; la Ley Nacional sobre el Uso de la Fuerza; y la de la Ley Nacional del Registro de Detenciones. A éstas se suman una serie de reformas propuestas a la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
Por su trascendencia, cada una de estas leyes merece un análisis minucioso, que esperamos ocurra tanto en el debate público como en la discusión parlamentaria. Sería un grave error aprovechar la postrimería del periodo ordinario de sesiones, para intentar sacar de manera rápida las leyes secundarias. Más si recordamos que para ello Morena y sus aliados tendrían los números suficientes para sacarlas al no requerirse la mayoría calificada.
De especial relevancia es la Ley de la Guardia Nacional. Al revisar esta iniciativa desde la perspectiva de derechos humanos, es fundamental poner énfasis en si la nueva coordinación tendrá suficientes controles internos y externos sobre su actuación, pues la experiencia muestra que en ello se juega la rendición de cuentas, clave para reformar democráticamente a las policías.
En suma, para evaluar estas iniciativas no partimos de cero. La propia Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) al resolver las acciones de inconstitucionalidad sobre la Ley de Seguridad Interior, estableció que los principios que deben regir la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública son la subsidiaridad, la temporalidad y que sea extraordinaria. Y la propia CoIDH en los casos Atenco y Alvarado sobre México, resolvió la necesidad de establecer controles internos, pero igualmente externo y de índole civil a las instituciones policiales.
El llamado es a la prudencia que posibilite el debate y el diálogo técnico y a tomar en consideración 12 años de experiencia fallida para que la misma no se repita.