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Nuestra Dama, nuestro drama
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eñala Juan Villoro en el Reforma de ayer: edificada del siglo XII al XIV, Notre Dame sobrevivió a dos guerras mundiales, pero no a los trabajos de quienes pretendían restaurarla. Desde muy pronto se dijo que se trataba de un accidente provocado por las obras de reparación; sin embargo, ningún medio francés entrevistó a los responsables de la tarea y no se levantaron las sospechas propias de los países donde las licitaciones se obtienen por corrupción y compadrazgo. El accidente se debió a un error o a una negligencia de la compañía contratada por una cifra millonaria. Con todo, las nociones de culpa y castigo quedaron fuera de la discusión durante la tragedia. Sólo en las redes sociales, donde la Edad Media dispone de tecnología, hubo teorías conspiratorias, algunas de ellas inspiradas en el siempre citable Nostradamus.

Se pregunta el filósofo Olivier Abel ante la magnitud del incendio a Notre Dame: ¿por qué este sentimiento de fin del mundo? Se responde. De partida es el descubrimiento que los símbolos pueden fenecer. Con Notre Dame, añade Abel, el sentimiento general de fragilidad afecta a las instituciones que nos parecían eternas, que formaban ese teatro más duradero que nuestras frágiles existencias y que se descubren de súbito frágiles a su vez, perecederas, entregadas a nosotros para su cuidado. ( Nouvel Observateur, 16-04-19)

Javier Aranda se refirió el miércoles, en estas páginas, a Víctor Hugo: con Nuestra Señora de París, Víctor Hugo resemantizó el mito de la bella y la bestia y del amor constante más allá de la muerte. Recordemos que, en la novela, después de la ejecución de Esmeralda, Quasimodo muere por voluntad ceñido al cuerpo de su amada. Son sus nupcias negras con el cadáver de una novia vestida de blanco.

El incendio de Notre Dame ocurre teniendo por trasfondo una larga erosión del espíritu francés, es decir, de aquello que a pesar de todo hace de un francés o de una francesa; eso, un francés y una francesa. ¿Hay algo que unifique a los franceses aparte del futbol, la bandera y la Marsellesa –y no a todos ni todas? (Casi lo mismo podríamos decir de los americanos, los españoles y los mexicanos).

La persistente y desgastante manifestación de los chalecos amarillos simboliza de manera gráfica el malestar francés, del cual se habla con sorprendente regularidad. Es la periferia contra el centro, el mundo rural contra las grandes urbes, los damnificados por la globalización contra sus beneficiarios, los provincianos contra los ciudadanos del mundo, los jóvenes sin futuro contra los viejos sin pasado.

Todo es cierto, con matices casi de cualquier parte del mundo. Pero nuestra reflexión debe ir más allá.

Cuando en 2015 y 2016 ocurrieron los terribles atentados terroristas en Francia decía que el terrorismo contemporáneo es el síndrome de la antipolítica. Basta ver la mayor parte de las encuestas de opinión recientes en casi cualquier parte del mundo para encontrar varias tendencias similares. Desconfianza frente a todas las formas institucionales republicanas: poder ejecutivo, parlamentos, partidos, gobiernos. Bajos índices de confiabilidad en instituciones no estatales: iglesias, medios de comunicación, asociaciones. Escepticismo respecto a las formas tradicionales para resolver conflictos: pactos, acuerdos, arreglos. Narcicismo político. Intolerancia frente a quienes no piensan igual. Fascinación por la violencia.

Proponía entonces que debíamos alzar la voz y decir Viva Franciano no sólo por lo que representa para la civilización, sino porque los ataques repetidos contra sus ciudadanos, muchas veces perpetrados por personas de nacionalidad francesa, es la señal inequívoca de todo lo que odian los enemigos de la democracia.

Pero ahora no mueren personas por ataques terroristas, sino que se lesiona severamente un símbolo universal por la incuria humana.

Y no puede dejar uno de exclamar: Notre Dame, notre drame.

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