iene tal relevancia Tláloc en la capital del país que, con frecuencia, para ubicar al Museo Nacional de Antropología, que es el más importante de México, la mejor referencia es decir que se halla detrás de Tláloc
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No deja de angustiarme que el próximo martes 16 de abril se cumplirán 55 años de su arribo al lugar que ahora ocupa.
Según nos cuenta Eduardo Matos Moctezuma, con esa amenidad que le caracteriza y que suele escasear entre los arqueólogos, al comenzar el siglo XX se produjo una cruenta polémica no exenta de agresividad entre dos grandes estudiosos del México prehispánico, Alfredo Chavero y Leopoldo Batres, sobre el dichoso y enorme monolito. El primero aseguraba que se trataba de Chalchuitlicue y el segundo decía que no era otra cosa que Tláloc. Hay vestigios de que la discusión fue muy enconada dado que ambos eran bastante perruchos y estaban seguros de poseer la verdad.
La enorme pieza se hallaba en una cañada inmediata a Coatlinchán, por el rumbo de Texcoco, y los pobladores le atribuían los beneficios de la lluvia que sobre el lugar caía. Era, pues, muy apreciado en ese vecindario.
No terciaré en la discusión. Mi interés es dejar constancia de que ya lleva 55 años en donde está y que, de acuerdo con el estilo democrático de nuestro actual gobierno, es evidentemente Tláloc por decisión mayoritaria de la población, aunque sería posible que tal preferencia se debiera a que la opinión de Chavero implicaba el uso de una palabra que no es fácil de recordar ni de pronunciar.
Imaginemos por un momento a los muchos admiradores españoles, gringos o franceses que diariamente visitan la dicha mole tratando de decir Chalchiuhtlicue: ¡qué horror!
Creo que debemos considerar que fue un gran acierto del gobierno de López Mateos realizar la mudanza a su sitio actual, pero, además, vale recordar que mientras era trasladado ya por el pavimento de la Ciudad de México en una plataforma rodante de 64 llantas, no obstante que abril no es época de lluvias, se desató una tempestad como pocas se han visto en el Valle de México a lo largo de su historia y, algo más extraordinario, es que de los miles de mirones que le hicieron valla, pletóricos de entusiasmo, muy pocos se movieron de su lugar.
Recuerdo que este servidor estaba parado en Paseo de la Reforma, ya cerca del museo en construcción, donde trabajaba como eventual en esa época, contratado por el INAH, dado su apuro de terminar la obra a tiempo. Mi rol era de Momega: mozo, mensajero y gato. Tampoco olvidaré nunca que con el agua que caía del cielo no se vieron las lágrimas que me causó la emoción de verlo llegar entre tantos gritos, aplausos y porras. Tampoco faltaron señoras que rezaban y hasta hubo quien se postró de rodillas.
Quiero recordar que el mentado Tláloc no dejó de cumplirle a Coatlinchan, pues los pobladores no lo hubieran dejado salir sino se les hubiera garantizado la inmediata introducción de una red de agua potable. Para que luego no digan que los dioses mexicas no son milagrosos. Ese día sentí en carne propia que la conquista de este país no había sido completa y que, como decía Guillermo Bonfil, el México profundo seguía presente.