urante décadas el Gobierno federal se abstuvo de construir una solución a la disyuntiva entre estar desarmado frente a la criminalidad o violentar el contexto constitucional. De Salinas a Peña, los sucesivos presidentes no pudieron o no quisieron fundar una institución policial capaz de hacer frente a la delincuencia, exacerbada hasta niveles nunca antes vistos por la pobreza, la marginación y la descomposición que generó el modelo neoliberal. Desde su fundación en tiempos de Zedillo, la Policía Federal (PF), con o sin el apellido de Preventiva, no fue nunca la corporación que se necesitaba para defender o restablecer el estado de derecho; en tiempos de Fox aparecieron las primeras cabezas cercenadas que atestiguaban la lucha entre las facciones del narcotráfico, pero la PF estaba muy ocupada reprimiendo movimientos sociales (Lázaro Cárdenas, Atenco, Oaxaca); Calderón, urgido de legitimar su usurpación presidencial, pasó alegremente por encima de la Carta Magna para lanzar a cuerpos de combate contra los cárteles y logró meter al país en una guerra de facto; Peña no cambió nada sustancial e hizo como que hacía algo.
Cuando el gobierno de la Cuarta Transformación (4T) inició su gestión, enfrentó la misma disyuntiva y planteó una política de varios ejes: combatir la corrupción –sin la cual la delincuencia se queda sin cómplices en las oficinas públicas–, hacer frente a las causas sociales del fenómeno delictivo, emprender procesos de construcción de la paz y constituir una corporación policial profesional y capacitada, con disciplina, jerarquía y presencia permanente en todo el territorio.
El recrudecimiento en curso de la violencia y la inseguridad no sólo es consecuencia del reordenamiento general que tiene lugar en las políticas de seguridad pública, sino también de la desarticulación de los pactos mafiosos entre funcionarios y grupos delictivos debido a la salida de los primeros de las posiciones de poder que ocupaban en la estructura federal. No está de más recordar que en diversos estados tales pactos se mantienen en pie, incluso a contrapelo de los recambios en las gubernaturas, como ocurre en Veracruz, en donde la mafia enquistada en la fiscalía estatal –herencia de Miguel Ángel Yunes– apuesta a desestabilizar la administración de Cuitláhuac García.
Por otra parte, la política energética del nuevo gobierno –un instrumento crucial para impulsar el desarrollo social– había venido topando con el sabotaje sistemático de las comisiones reguladoras, empezando por la de Energía (CRE), que han sido bastiones de la concepción privatizadora, antinacional y de pillaje que fue impuesta hace un lustro por medio de la reforma energética peñista. A esa instancia de potestades infladas llegan cuatro nuevos comisionados comprometidos con la transformación del país y con el fortalecimiento de Petróleos Mexicanos y la Comisión Federal de Electricidad: Norma Leticia Campos Aragón, José Alberto Celestinos Isaacs, Guadalupe Escalante y Luis Linares Zapata. No son los ignorantes
que la oposición prianredista quiso presentar, sino profesionistas conocedores del ámbito energético; eso sí, alineados con la Cuarta Transformación y no con los intereses privados de las compañías privadas –petroleras y eléctricas– nacionales y privadas. Así como los efectos de los programas sociales y la pronta entrada en funciones de la Guardia Nacional permitirán pacificar al país, la reorientación de la política energética aportará al Estado solidez financiera e instrumentos para impulsar el desarrollo.
Por lo que hace a los perversos juegos fronterizos de Trump, es claro que éste no busca afectar la economía de su país con una medida tan disparatada como el cierre de la frontera –que sería desastrosa para México pero también para Estados Unidos– sino enviar mensajes de machismo prepotente a quienes votaron por él en 2016. De cara a su anhelada relección y ante la cercanía del proceso de nominación de candidatos republicanos, el patán neoyorquino necesita reagrupar a los sectores políticamente más atrasados del país vecino y exacerbar sus percepciones de amenaza y catástrofe. En esta lógica, y aunque el fenómeno migratorio centroamericano tiene sobradas razones endógenas, se discute incluso si el aparato trumpista no lo alienta de alguna manera para proyectar la imagen de una nación –la suya– cercada por hordas de criminales, narcotraficantes y violadores.
Hasta ahora el gobierno de Donald Trump no ha ordenado un cierre fronterizo pero sí ha adoptado medidas administrativas
que retrasan y entorpecen los cruces de la línea divisoria y con ello ha intensificado el sufrimiento de los migrantes y los contratiempos de quienes van y vienen entre ambos países en forma cotidiana. Asimismo, el tortuguismo fronterizo ha empezado a provocar pérdidas económicas en los dos lados del río Bravo. Pero el hecho de que se haya limitado a eso parece indicar que Trump quiere impresionar a sus potenciales votantes, no desestabilizar la economía de Estados Unidos.
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