Opinión
Ver día anteriorSábado 23 de marzo de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Xoco y la torre
E

n Xoco pareciera que dos mundos se enfrentan y la justicia titubea: la gente que habita ese pueblo desde hace centurias se defiende de una modernidad advenediza, prepotente y destructora. Ellos, su pequeña iglesia colonial, su plaza arbolada y sus calles angostas y solares todavía de corte pueblerino, sobreviven con penurias y trabajo, mientras enfrente, prácticamente encima, un conjunto moderno de plazas flamantes y grandes edificios los asfixia y estrecha.

Los habitantes hablaban mexicano todavía hace un par de generaciones, por el pueblo corrían acequias que regaban sus pequeñas huertas de árboles frutales y hortalizas; lo conocí por razones políticas, conservaba por los años 70 del siglo pasado aspecto tranquilo y provinciano, pero nuestra gran ciudad entuba ríos, allana montañas, deseca lagos y, como la definió Manuel Gutiérrez Nájera en La novela del tranvía, parece una gran tortuga que extiende sus patas a los cuatro puntos cardinales.

Al pueblo de Xoco como a sus vecinos Santa Cruz Atoyac, San Simón Ticumac y San Andrés Tetepilco les ha tocado sufrir de todo; en la práctica desaparecen absorbidos por la ciudad que crece, encarece el suelo, acaba con áreas verdes y corrientes de agua y termina por expulsar a los antiguos vecinos para dar paso a nuevas construcciones y habitantes extraños.

Una gran propiedad que a mediados del siglo pasado quedó entre la Avenida Universidad, el Río de Churubusco y Popocatépetl, fue la primera gran tajada que se le arrebató a las tierras del pueblo: se trató de una finca con no sé cuántas hectáreas, que el general Juan Andrew Almazán –contrincante político de Manuel Ávila Camacho– antiguo zapatista y ex huertista, adquirió de algún modo y como se sospechó siempre, gracias a que le hizo justicia la revolución.

Al principio fue tolerable la convivencia del pueblo con la propiedad del generalito del caballo blanco, como alguna vez lo motejó Manuel Gómez Morín; pero murió el militar y sus herederos vendieron la valiosa propiedad a inversionistas que no desperdiciaron la oportunidad del gran negocio. Un pequeño minarete estilo morisco, que le daba un aire exótico, fue derrumbado, lo mismo casas que se adivinaban dentro de la barda perimetral. Primero un banco y luego los llamados desarrolladores convirtieron la zona en botín para grandes proyectos, pero también un infierno para los vecinos que soportaron monstruosas construcciones de muchos pisos, la llegada de habitantes para nada identificados con la tranquilidad del lugar, desequilibrios en la mecánica de suelo, escasez de agua, ruidos, vibración de maquinaria, trabajadores de la construcción por todos lados y la amenaza de un nuevo espacio de hacinamiento desmedido.

Algunos se conformaron, pero también muchos protestaron y lucharon ante el Tribunal de lo Contencioso Administrativo, el cual dio la razón a los ricos y no a los pobres, pero éstos no se rindieron, organizados se enfrentaron a caros despachos de abogados, recibieron reveses en los trámites ante administraciones anteriores, tantos que parecía que su causa estaba perdida.

Con la llegada del nuevo gobierno renació su esperanza y revivieron peticiones y denuncias al Invea y a la PAOT, al final lograron detener la más peligrosa y monstruosa de las torres, bautizada con el nombre de Mitikah; los recién llegados al gobierno de la ciudad pudieron comprobar anomalías, mañosos oficios de ampliación, estudios de impacto ambiental dudosos y otras triquiñuelas.

Ahora parece que la transformación va en serio: la construcción de la torre finalmente se detuvo, dejará de ser amenaza y sombra para el pueblo de Xoco. Quienes somos de aquí sabemos que la ciudad no puede dejar de modernizarse y de crecer, pero también celebramos que conforme a la nueva Constitución los pueblos originarios y los vecinos antiguos encuentren respuesta a sus luchas y vean que hay autoridades que reconocen sus derechos y respetan su dignidad. El cambio avanza.