urante la instalación este martes del Comité de Transparencia y la presentación del programa anticorrupción, el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Alfonso Durazo, afirmó que 50 por ciento del crimen organizado opera desde los penales. Según el funcionario, ese fenómeno es resultado del binomio formado por la corrupción y la impunidad, por lo que encararlo requerirá de voluntad política.
El escenario que planteó, con lo escalofriante que resulta, se explica porque el modelo de reinserción social en el que legalmente se fundan los centros penitenciarios ha sido distorsionado hasta la disolución de todo vínculo entre su cometido y la realidad que se vive en su interior.
Durante décadas el Estado se ha desentendido de su tarea, que es procurar la exitosa reinserción social de los delincuentes: una vez que un infractor ingresa a un centro de reclusión, tiene muchas más probabilidades de convertirse en un profesional
de la delincuencia que de retomar su vida con apego a las leyes.
Lo anterior es así porque desde hace años las prisiones son administradas de facto por el crimen organizado, y sumarse a la dinámica delictiva es una de las pocas posibilidades de supervivencia para quienes ingresan en ellas.
Revertir esta realidad requiere no sólo de la voluntad política citada por el responsable federal de la seguridad pública, sino de un auténtico cambio de paradigma en todo el sistema penal a partir de la premisa de que, excepto en delitos graves, la cárcel debe ser la última opción, no la primera.
La necesidad de este cambio estriba en el derecho de toda persona a reintegrarse a la sociedad, pero sobre todo en el bienestar de ésta misma, pues la experiencia enseña que un ladrón de comida, un narcomenudista o un campesino que sembró amapola o mariguana son menos peligrosos para la comunidad antes de entrar a la cárcel que cuando salen de ella.
Se trata, en suma, de la paradoja de que el estado de derecho está hecho añicos allí donde su aplicación debiera ser más estricta y rigurosa, no en un sentido punitivo, sino en el del cumplimiento de los principios de reinserción y respeto a los derechos humanos de los prisioneros, única manera de disipar en ellos la noción de que la sociedad es su enemiga y alejarlos de conductas antisociales.
Para avanzar en esta dirección, uno de los mayores desafíos se encuentra en el extendido sentir social de que el confinamiento supone un castigo y una venganza por los crímenes supuesta o efectivamente cometidos por el recluso, línea de pensamiento que exacerba la violencia y contraviene el espíritu de la Constitución, en cuyo artículo 18 se asienta: El sistema penitenciario se organizará sobre la base del respeto a los derechos humanos, del trabajo, la capacitación para el mismo, la educación, la salud y el deporte como medios para lograr la reinserción del sentenciado a la sociedad y procurar que no vuelva a delinquir
.
Si se quiere que las prisiones dejen de ser centros de mando y reclutamiento de la criminalidad, es impostergable rediseñarlas para que corten los mecanismos antisociales en vez de alentarlos, para que rehabiliten en vez de castigar y para que sean ejemplos de funcionamiento de las normas, todo lo cual requiere recuperar en los hechos el humanismo que anima a las leyes.