ras el fracaso de la expedición punitiva de John J. Pershing (la intervención de un ejército estadunidense en nuestro territorio entre el 15 de marzo de 1916 y el 6 de febrero de 1917) los gobernantes del país vecino entendieron que serían necesarias por lo menos 20 divisiones (500 mil hombres) para ocupar México. También, aprendieron algo que nosotros ya sabíamos desde 1867: la enorme dificultad y los altos costos que exigía la lucha contraguerrillera en México. Nuestra lección: apostarle justamente a la guerra irregular.
Decididamente, la intervención militar abierta se convertía en una opción cada vez menos viable (documentación sobre los cálculos militares estadunidenses, en Friedrich Katz, Ensayos mexicanos, 1994, pp. 302 y siguientes).
Pasados los rounds de 1919 y 1923, sin que Estados Unidos lograra su objetivo central (la derogación del artículo 27, o de las partes que ellos no querían de dicho artículo) y restablecidas las relaciones diplomáticas, en 1926-27 se suscitó la que quizá fue la coyuntura más peligrosa. La razón de la presión, casi agresión estadunidense, fue la aprobación, en 1925, de las leyes reglamentarias de las fracciones 1 y 4 del artículo 27, en materia de tierras y de riqueza del subsuelo. Las nuevas leyes ratificaban el dominio directo, inalienable e imprescriptible de la nación sobre las riquezas del subsuelo; declaraban de utilidad pública la industria petrolera, y dictaban otras medidas, que obligaban a las compañías petroleras a someterse a la legislación mexicana.
Estas y otras disposiciones (como la láusula Calvo
) fueron rechazadas por Washington y por las compañías petroleras, que a partir del 1º de enero de 1927 decidieron desobedecer las leyes. El gobierno mexicano (que simultáneamente enfrentaba la guerra cristera, motivo que convencería a Calles y los suyos –sin razón– que aquellos rebeldes eran títeres del imperio), ante la perspectiva de dar marcha atrás o confiscarlas, extremos que Calles no quería asumir, buscó el camino intermedio de la cancelación de permisos de explotación y la clausura de ciertos pozos e instalaciones petroleras y cuando las declaraciones del presidente estadunidense Calvin Coolidge y su canciller, Frank Kellog, hicieron parecer que la guerra estaba a la vuelta de la esquina, el presidente ordenó al jefe de operaciones militares en la Huasteca, general Lázaro Cárdenas, que si los marines desembarcaban, debía incendiar todos los pozos petroleros y destruir las instalaciones petroleras de propiedad estadunidense.
Un factor más se introdujo en las tensas relaciones con Estados Unidos: México, que trataba de retomar una posición dirigente en el ámbito centroamericano y caribeño –como había intentado Porfirio Díaz–, apoyó al vicepresidente de Nicaragua, Juan Bautista Sacasa, en su lucha contra los rebeldes conservadores, situación que Estados Unidos aprovechó para que su infantería de marina desembarcara en aquel país, buscando, por vías alternas, una causa de guerra contra México. Calles evitó caer en la provocación y retiró las tropas mexicanas, aunque siguió apoyando a Sacasa y luego al héroe nicaragüense que se levantó en armas contra la ocupación de su país: Augusto C. Sandino (Gregorio Selser, El pequeño ejército loco: operación México-Nicaragua).
En abril de 1927, en una acción digna de la mejor novela de espías, agentes de Luis N. Morones (líder sindical y colaborador de Calles) se robaron los planes de guerra de Estados Unidos y amenazaron con publicarlos. Y finalmente, uno y otro gobierno cedieron. Pero en aquellos planes de guerra quedaba claro que se requerían 500 mil hombres sólo para ocupar la capital, y que la guerra sería demasiado costosa y si no terminaba rápido, sus efectos muy inseguros: terminaban de entender que el caldo saldría más caro que las albóndigas.
Eso llevó al epílogo: preparando el terreno para recuperar la soberanía petrolera, Cárdenas promovió la reforma que convertía la Secretaría de Guerra en Secretaría de la Defensa Nacional. Se estableció la doctrina de la guerra irregular y la prohibición de compra de armamento ofensivo, entre otras cosas. Estaba claro que EU perdería más de lo que podría ganar si nos invadía (¡acaba de salir el tomo II de Cárdenas, de Ricardo Pérez-Monfort!)
En la Segunda Guerra Mundial, Ávila Camacho y Cárdenas impidieron cualquier presencia militar estadunidense en México… mientras nuestros vecinos encerraban y controlaban a ciudadanos japoneses, alemanes e italianos en previsión de sabotajes, espionaje y otras acciones. ¿Se imaginan a los millones de mexicanos y méxico-estadunidenses en campos de concentración?
No, señores Guaidó en potencia: Estados Unidos no puede intervenir militarmente en México.
Pd: A propósito de Cárdenas, sus principales compromisos de campaña empezaron a cumplirse en noviembre de 1936 uno, y en marzo de 1938 el otro: no a los 100 días.
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