a frase de Don Jesús Reyes Heroles se ha vuelto, por su uso y claridad, parte de la cultura política mexicana. En particular, parte de la cultura priísta y hoy, más que nunca, deberíamos contextualizarla en el proceso de renovación de la dirigencia nacional. El PRI tiene un reto de fondo, como he podido argumentar en las páginas de este gran diario –el articular una oferta programática clara, tomando riesgos y entendiendo que las nuevas generaciones asocian al partido a las razones de su enojo e insatisfacción–, pero también tiene un reto de forma: ¿cómo articula operativamente la reestructura del partido?, ¿cómo reconstituye su capacidad de movilización política más allá de los discursos?, ¿con qué narrativa el PRI puede volver a conectar y tratar de recuperar la confianza perdida?
En primer lugar, debemos reconocer que la avalancha del primero de julio barrió al sistema de partidos políticos que habían dominado la escena desde hace más de tres décadas. La crisis del PRI es la crisis del sistema de partidos; en el partido sólo se hace más evidente porque, adjunta, vino la pérdida del poder. En ese sentido, es indispensable preguntarnos si el modelo clásico de partidos políticos sigue aplicando en este país, en este siglo, en este contexto.
Cuando el PRI –con su antecedente, el Partido Nacional Revolucionario– surge, el 4 de marzo de 1929, la lógica (eficaz a la luz de la historia) era darle cauce institucional a las fuerzas divergentes de la post Revolución. Un partido paraguas
donde cupiera todo: todos los sectores, todos los grupos, con el objetivo común de pacificar al país a través de las instituciones y zanjar el tiempo de los caudillos. Pero a punto de terminar la segunda década del siglo XXI, a 90 años de distancia, el molde de un partido que estructural y programáticamente abarque el crisol de complejidades sociales que es México, parece un desfase organizacional que es necesario resolver.
El PRI no solamente está obligado a definir en qué cree, en qué piensa y qué quiere, sino cómo debe organizarse para lograrlo. Con absoluta humildad –las derrotas sirven para eso– debemos emprender un cambio organizacional de abajo hacia arriba y no de arriba hacia abajo. Que el cambio en el Comité Ejecutivo Nacional sea el pretexto para un cambio en la forma en que seccionales, comités municipales y estatales se acercan a los ciudadanos; que esas estructuras sean reconocidas y tomadas en cuenta por la dirigencia nacional, por quienes tienen cargos de representación.
No es nada fácil ser priísta en estos tiempos, pero eso también representa una oportunidad de cara al futuro: serán los mejores militantes, los que tienen absoluta convicción, quienes habrán de emprender la renovación del partido. Una renovación que entienda que en este siglo de redes sociales no cabe el corporativismo; que en el afán ideológico de quedar bien con todos (el centro político desdeñado en cada elección aquí y en cada país del mundo), no quedamos bien con nadie. Una renovación que le permita trascender de un partido de sectores, a un partido de causas, donde no sólo caben organizaciones obreras, campesinas y populares que han sido la columna vertebral y sostén real del partido, sino los demás; los ciudadanos sin etiqueta y sin partido, con conciencia global y demandas locales. Ciudadanos que no quieren escucharnos, sino ser escuchados. Una renovación que lleve el andamiaje institucional de un vehículo de gestoría ante el poder, a uno de representación de causas comunes.
La forma es fondo. Que la renovación en la dirigencia nacional se convierta también en una reflexión de futuro, sin reservas, frente al espejo. Una reflexión tardía, de cara a la derrota de julio pasado, pero al mismo tiempo impostergable. Que la definición del qué, se acompañe del hallazgo de los cómos: En qué cree el PRI y cómo puede hacer que los mexicanos vuelvan a creer en él.