nte la incapacidad de la presidencia de Emmanuel Macron para reorientar la política económica al bienestar de las mayorías, el vasto descontento social que recorre Francia experimentó el pasado fin de semana una escalada: en la jornada 18 de protestas sabatinas, el conflicto se tradujo en confrontaciones con la policía, barricadas en llamas, tiendas destruidas, más de un centenar de detenidos y una decena de heridos, mientras el jefe de Estado vacacionaba en los Pirineos. Lógicamente, el domingo llovieron las críticas contra Macron, quien parece haber agotado su margen político para encauzar el descontento por medio de modificaciones de fondo a la política económica.
Cabe recordar que la más articulada respuesta gubernamental a los chalecos amarillos –movimiento de nueva generación originalmente surgido en octubre del año pasado para protestar por los incrementos a los combustibles, el deterioro salarial y la inequidad en los impuestos, y que se ha extendido desde entonces a Bélgica, Holanda, Alemania, Gran Bretaña, España, Italia y Grecia– fue la realización de un debate nacional
que se concretó en más de 10 mil reuniones locales en todo el país y un millón 400 mil ponencias registradas.
La presidencia se otorgó un mes para procesar toda esa información y transformarla en acciones de gobierno, sin acusar recibo de la urgencia de cambios sustantivos en el manejo económico y la diferencia de los ritmos oficial y social ha terminado por polarizar las posiciones. Las expresiones del ministro del Interior, Christophe Castaner, quien en su cuenta de Twitter llamó asesinos
a los manifestantes, no han hecho más que echar gasolina al fuego de las protestas, en las que ya el sábado se escuchaba la consigna: ¡Revolución!
La insensibilidad gubernamental ante los reclamos de los manifestantes puede explicarse porque tanto Castaner como el ministro de Economía, Bruno Le Maire, están más ocupados en disipar los temores de los inversionistas ante los destrozos ocurridos en París que en imaginar fórmulas que permitan satisfacer las demandas populares.
Debe considerarse, por otra parte, que el empantanamiento político de Macron, quien es llamado presidente de los ricos
por los sectores populares de su país, es, a fin de cuentas, expresión del agotamiento de la política económica neoliberal mantenida contra viento y marea por las tres últimas presidencias, independientemente de su signo partidista: de Nicolas Sarkozy, pasando por el socialista François Hollande, hasta el propio mandatario actual, Francia ha sido colocada en un camino de devastación social sin precedente.
Así, las autoridades se enfrentan a una disyuntiva peligrosa: o renuncian a fungir de meros benefactores de los capitales y orientan su gestión a un modelo de bienestar social –en la medida en que puedan hacerlo dentro de los estrechos límites impuestos por las regulaciones supranacionales, particularmente las de la Unión Europea– o se aventuran por el camino de la represión generalizada. Cabe esperar que la sensatez y una mínima sensibilidad social las lleve a decidirse por la primera de esas vías.