erias experiencias científicas han demostrado las saludables virtudes de tener un gato en casa. Su presencia calma tensiones, ansiedades y angustias. Su ronroneo impide la alta tensión, combate las depresiones, adormece con suavidad y ayuda a evitar el insomnio. Y, sobre todo, este animal, equívocamente considerado doméstico, pues no es domesticable, reduce los riesgos de sufrir un infarto cardiaco o una embolia cerebral.
Todas estas optimistas razones me decidieron a aceptar la proposición de cuidar a la gati-ta de mi vecina, mujer culta y elegante, durante poco más de un mes. Ante esta alentadora perspectiva, ¿quién hubiesepodido imaginar que se produ-ciría un drama de celos?
Ya antes me había encarga-do de la hermosa gata de angora, una bolita de pelaje níveo, durante unos días. La dueña de Lili me entregó las llaves de su departamento donde se quedaría Lili en su ausencia. Servirle croquetas y agua no me pare-cía una tarea difícil. No vi,pues, sino las ventajas parami salud que me ofreceríaocuparme de la minina.
Había olvidado su carácter arisco. Difícilmente se deja aproximar y menos aún acariciar, orgullosa como una mujer segura de su belleza que sesabe admirada y no concedesus favores a cualquiera. Du-rante la primera semana, Lili me acechó de lejos con sus penetrantes ojos azules decazadora, midiéndome, adivinando mis flaquezas paraasegurar mi sumisión a suscaprichos.
Saberla sola durante horas me inquietó. Le puse el radio para que escuchase los noticiarios. Su orejitas erguidas y su mirada fija en el radio me hicieron comprender su interés en las vencidas entre el presidente Macron y los chalecos amarillos. Los anuncios publicitarios, ruidosos, la hacían refugiarse en el baño. Le encendí el televisor algunas tardes; se entretenía con los reportajes sobre tigres, leones, cocodrilos.
A pesar de mis atenciones, desconfiada y huraña, se escondía al verme llegar. Ni modo, si a Lili le gustaba estar sola, allá ella. Pero mi caprichosa imaginación me condujo, a través de sus insinuantes trampas, a fantasear a Lili sintiéndose abandonada. Creí observar, incluso, que sus croquetas no descendían. La gatita debía deprimirse a solas, perder el apetito, peor, caer en la anorexia. A pesar del frío, decidí abrir la ventana que da a una terraza. Sé que a Lili le gusta mirar el jardín del edificio desde ahí, asolearse cuando hay sol, ver a Emilie, la gata gris de otra vecina, la felina rival que se pasea libremente en el patio.
Emilie, para nada hosca, se acaricia de costumbre contra mis piernas cuando paso. Amigable, pide caricias. Las exige incluso obstruyéndome el paso. Cuando no tengo ganas de agacharme para pasarle mi mano por su pelo, la cosquilleo con mi bastón. Ella juega con él y mete la punta entre sus patitas delanteras e, incluso, en su boca. Debo escaparme después de lanzarle un contundente ‘‘no”.
Al salir una mañana, Emilie no se me acercó: al contrario, pareció alejarse de mí. Cuando traté de aproximarme, dio un salto poniendo distancia entre ambas, no sin dejar de volver la cabeza para mirarme. Otros pasos míos hacia ella y un salto suyo para alejarse. El juego duró así unos días.
Lili observaba desde la terraza. El resultado fue dejarse acariciar por mí. Emilie me rehuía más y más. Lili exigía más y más caricias. Se me ocurrió cantarle. Se levantó sobre sus patas traseras y me lamió unos besos en la mano con su lengüita rasposa. Cuando ceso de acariciarlas, saca sus uñas. Sus canciones preferidas son Farolito y Los nardos y las azucenas. Se lima sus diminutas zarpas contra un mueble cuando tarareo un chachachá o pongo música en el radio.
Durante unos días, Emilie desapareció. De pronto, una tarde, la vi mirarnos cuando acariciaba a Lili. Emilie había logrado treparse a la terraza. Me apresuré a cerrar la ventana para evitar una riña de felinos. Lili ni siquiera volvió la cabeza, victoriosa, altiva.
Pero mi salud decae cuando siento la mirada de despecho de Emilie.