a inmensa popularidad de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) al cabo de 100 días de gobierno se nutre de muy diversas fuentes: su nomadismo, su sencillez y sentido del humor, su lucha contra la corrupción y muchas más. Lo que más cala en la gente, empero, es que cumpla su promesa de ocuparse de los pobres. Millones reciben ya recursos que les hacían mucha falta y sienten que vienen más. Es una política sumamente popular.
No le faltará ese impulso. Puede durarle los seis años, a menos que se agoten los recursos que hoy se derraman sin desequilibrar el presupuesto, gracias a la austeridad y la lucha contra la corrupción. Y no faltará, porque multiplica transferencias financieras para atender a los pobres y a la vez aumenta acciones para crearlos. Mientras alivia la grave situación de algunos creará otros, pues se apoyará sobre todo en la inversión privada, incluso en Pemex, como acaba de declarar el jefe de gabinete, y seguirá el patrón del desarrollismo convencional, que ha sido siempre fábrica de pobres. Quizás seguirá la austeridad de Ruiz Cortines o el desarrollo estabilizador, de Ortiz Mena, que tanto le atrae y culminó en el 68.
López Obrador mantuvo la calma durante el episodio de las calificadoras
, que provocó reacciones tan torpes como ansiosas de gente de sus propias filas. No le preocupan, porque sabe que pronto certificarán que el capital aprecia el valor de su política.
No es solamente que cumplirá los mandatos neoliberales básicos: estabilización macroeconómica, liberalización del comercio y la inversión y expansión de las fuerzas del mercado. También recompondrá el estado de derecho, aunque no podrá ni querrá restablecerlo por completo. No se apartará de esa ortodoxia, de la que forma parte atender a los pobres mediante transferencias que los incorporan al consumo.
La política por la que mucha gente lo clasifica aún en la izquierda
es la que apela al Estado, más que a las fuerzas del mercado, para conducir la economía y atender necesidades sociales. Lo inspira una especie de dirigismo cardenista, que estaría devolviendo a los aparatos estatales la dignidad de un compromiso social y político con las clases populares y la justicia.
En realidad no está rompiendo con la ortodoxia ni puede regresar al pasado. En la sociedad capitalista, el Estado tiene como función principal crear y administrar los mercados y corregir los errores y excesos del capital. Por corrupción y por incompetencia, los gobiernos recientes dejaron de cumplir esa tarea y crearon el actual desastre. López Obrador está evitando el naufragio… pero en el mismo barco. Nada de lo que ha hecho o dicho puede considerarse anticapitalista. Al contrario.
Es una postura realista. En las condiciones actuales del mundo no parece posible que los gobiernos asuman otra política. Hay muchas variantes en la forma de hacerlo, pero hasta los más progresistas
tienen que hacer compromisos con el capital y la ortodoxia financiera. Los de AMLO lo enfrentarán cada vez más con un amplio sector de la población. No está claro cómo manejará las confrontaciones y rupturas que ya se observan.
El nuevo gobierno no parece haber tomado en cuenta las propensiones actuales del capital al despojo ni su ímpetu destructivo, que arrasa todo a su paso. Pasó ya la era en que algo como el desarrollo estabilizador era viable. Muchos grupos, particularmente los pueblos indios, resistirán por todos los medios a su alcance el desarrollo capitalista depredador que se les promete como solución de todos sus males. No sólo amenaza sus territorios y todos los bienes comunes, sino también y sobre todo sus modos de vida. La política oficial consiste expresamente en incorporarlos
a otra forma de vivir, que considera superior.
No se trata de un choque de trenes que los conductores puedan evitar. Es una lucha abierta y múltiple en que un número creciente de personas sabe que luchar hoy por la supervivencia es necesariamente luchar contra el capital. Desde muy diversas posiciones y condiciones, tengan o no conciencia clara de lo que están haciendo, resistirán y enfrentarán lo que se les quiere imponer, defendiendo ante todo sus vidas y territorios.
Los 100 días dejan claro, entre otras muchas cosas, que el nuevo gobierno no parece dispuesto a entender que mucha gente, precisamente aquella que cree estar beneficiando, no comparte sus convicciones y compromisos. Lejos de ver sus grandes proyectos como una bendición, los resiente como amenaza. Son ya posiciones antagónicas.
Están de moda las referencias históricas. Quizá valga la pena recordar una pertinente. El 24 de septiembre de 1913, en Hermosillo, Venustiano Carranza advirtió: Sepa el pueblo de México que, terminada la lucha armada [...] tendrá que principiar formidable y majestuosa la lucha social, la lucha de clases
. No ha terminado la lucha armada que padecemos, muy poco revolucionaria, ni empieza ahora la lucha social. Pero sí ha entrado en una nueva fase, tan intensa como peligrosa.