Opinión
Ver día anteriorDomingo 10 de marzo de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Clarisa Landázuri en paz
M

i encuentro con Clarisa Landázuri la otra tarde fue incluso más imprevisible, y por tanto insólito, que la esporádica aparición de La Voz Brava debajo de la puerta de mi casa.

Yo tomaba café ante mi mesa predilecta del Café Bravo, la del rincón, bajo la ventana con vista al barranco. Tenía entre extendidos y apilados frente a mí papeles, periódicos y libros que, sin mayor apremio, en un momento dado pretendía hojear, cuando, para mi asombro, Clarisa misma se acercó, jaló la silla desocupada, se acomodó y se dispuso a tomar conmigo el tarro de café que sostenía en la mano.

Así, y a lo largo de aproximadamente una hora, estuvo divagando y haciendo observaciones en voz alta; de vez en cuando me miraba a los ojos pero, más bien, parecía estar hablando sola acerca del tema de la edad en alguien que siente que ya vivió, que ya viajó, que ya trabajó, que ya leyó todos los libros o, al menos, todos los libros que quiso leer, y que, finalmente, piensa que ya no tiene nada más que decir ni, mucho menos, nada más que hacer, ni en La Voz Brava ni en Brava, ni en ningún otro periódico, ni en ningún otro lugar de este país o de ningún otro del mundo entero.

Sin embargo, por la naturaleza del contenido, aunque se podría suponer que el tono de la exposición habría sido de desasosiego, preciso que no fue de este modo en lo más mínimo, pues, por el contrario, Clarisa habló con un tono sereno, convencido, honesto, ni desapegado ni transmisor de ninguna conciencia de fracaso.

La serie de fallas que, según Clarisa, evidenciaban que, sin lamentarlo, ella estaba acabada, a mí me parecieron nimiedades, en particular al referirlas a una mujer como ella, dueña del Café Bravo, o la única comentarista con firma en La Voz Brava , es decir, una escritora, si no popular, respetada por los conocedores.

Lo cierto es que las fallas que Clarisa consideraba índices de que ya no tenía nada que hacer entre el resto de la gente, consistían en distracciones de la memoria, o de la conciencia, o del lenguaje, que, por otra parte, todos llegamos a sufrir, en especial al convertirnos, como Clarisa, en septuagenarios, cuando no incluso antes.

En sus propias palabras, transcribo al menos un ejemplo de la serie de fallas que, según Clarisa, la declaran, sin aspavientos, incompetente para seguir escribiendo en La Voz Brava , o para seguir al frente de su Café Bravo o, incluso, para mantener el trato con los demás.

El otro día le contesté a Raquel Villaseñor la carta que me había escrito Raquel Carral, confusión con repercusiones anímicas, si bien unilaterales, nefastas. Pues, mientras que Raquel Carral me escribió feliz para invitarme a su largamente perseguida y por fin lograda titulación, Raquel Villaseñor tomó mi torpeza como una imperdonable afrenta personal, ya que el meollo de su septuagenaria existencia es no haber logrado diplomarse ni siquiera de alguna academia para señoritas.

La interrumpí. Me pareció que su necesidad de confiarle a alguien, fuera quien fuera, algo que para ella parecía ser un asunto de vida o muerte, merecía que yo, ya que a mí me correspondió escucharla, le señalara que vivir consistía en algo más que en no cometer actos fallidos. La entereza con la que respondió terminó por inquietarme a mí.

“Soy de antes. Vivo en un cementerio de recuerdos cada vez más poblado. Extraño los libros impresos y la máquina de escribir. Siento gran nostalgia por las tarjetas postales, por las cartas escritas a mano y enviadas dentro de un sobre con un timbre postal, por el lenguaje bien escrito. Ya no me permito hablar con nadie sobre cuanto pasa por mi mente, y menos si se trata de experiencias en las que he sido humillada. Ya no me basta darles forma escrita en La Voz Brava . Me cuesta un esfuerzo cada vez mayor desplazarme sola de aquí allá, o desenvolverme sola en esta o aquella situación, según podría esperarse que una mujer como yo lograra hacerlo. Estoy contenta, pero acabada. Mi única intención es irme en orden.”