l 29 de enero la agencia calificadora Fitch Ratings degradó la valoración de los bonos a largo plazo en moneda extranjera y local de Petróleos Mexicanos (Pemex). Un aviso de mal agüero. La paraestatal, afirmaba el informe de la agencia, después de años de descuido y desdén, se podría encontrar en situación de incapacidad de pagos de los servicios de su deuda a largo plazo. Un par de días después, la respuesta desde Palacio Nacional fue inusitada. Llamó a los responsables de la calificadora hipócritas
y ofreció dos razones. La primera era casi lógica: si la crítica situación de Pemex provenía de años atrás, por qué no avisaron antes, digamos durante el sexenio de Peña Nieto. Y la segunda fue una acusación: Fitch siempre supo del cuantioso robo de combustible y nunca dijo nada.
Fitch volvió a responder, esta vez con un ardid mediático. En su presentación en Nueva York, el nuevo director de Pemex al parecer no habría logrado explicar prácticamente nada. En otras palabras, un novato incapaz de hacer frente a las dificultades por las que atraviesa el conglomerado petrolero. La de Fitch sí que fue una respuesta para novatos. Y en efecto, decenas de periodistas locales mordieron el anzuelo. Hace mucho tiempo que los directores de la paraestatal no son funcionarios especializados y no tienen mucha idea de la complejidad de la industria energética. Y, sin embargo, Fitch nunca había reparado en el asunto.
En realidad, el 29 de enero a la agencia no le importaban precisamente las calificaciones del director (son funcionarios rodeados o, si se quiere, copados por expertos internacionales), sino algo más esencial. Desde el sexenio de Vicente Fox, en el que la deuda de Pemex empezó a adquirir niveles desorbitados, la banca internacional descubrió un próspero y perverso negocio. Si a Pemex el huachicoleo le robaba una cantidad cada vez mayor de combustible, requería préstamos a corto plazo para cubrir las cantidades mínimas del abasto nacional. Como no obtenía los dividendos de la gasolina robada, debería desplazar esos pagos a lo que las agencias calificadoras llaman el soberano
, es decir, el Estado en general. De tal manera, que los impuestos que paga la población habrían de subvencionar tanto al huachicoleo como a la propia banca internacional. Un negocio redondo. Todo a costa del erario público y las ventas cada día más descendientes del petróleo mexicano. De esta manera –criminal, cabría decirlo– la banca global se convirtió en el nuevo dueño del negocio de la importación de gasolina y crudo a México, así como de una parte de sus extracciones de petróleo. El capital más tóxico que se pueda imaginar. Y todo con la facilidad de que convertía a Pemex y al huachicoleo en los responsables aparentes de la bancarrota de la empresa.
Fue en realidad la campaña contra el robo de combustible lo que empezó a perturbar a Fitch. Evidentemente, no podía expresarlo de esa manera. Porque si hay una noticia que desagrada a la banca es que sus acreedores dejen de pedir prestado. El problema de fondo es el siguiente. Siempre se olvida que las compañías petroleras han sido, desde el siglo XIX hasta la fecha, maquinarias de guerra. Los conflictos y las devastaciones que han provocado son célebres. Los más recientes están a la mano: Libia, Siria, Irak, Yemen, Venezuela y, ahora, México. Ya las habíamos sacado en los años 30 y los negocitos
de Fox, Calderón y Peña les abrieron de nuevo la puerta. Por cierto, de la manera más ominosa: por conducto del crimen organizado.
La respuesta del gobierno en febrero pasado fue anunciar una reforma fiscal de Pemex para garantizar los pagos de su deuda. Vista desde la perspectiva de su capacidad de extracción, la paraestatal es una empresa que se enfila hacia una crisis cada día mayor. Pero si se le observa como la única importadora de combustible para abastecer un mercado de decenas de millones de automotores es, probablemente, una de las empresas con mayor potencial en el mundo. La banca y las petroleras quieren las utilidades de este negocio, aunque no el negocio mismo. Demasiado riesgo. Todo el ruido de las evaluadoras proviene de aquí.
Es obvio que las firmas evaluadoras quieren escuchar que la política de préstamos a Pemex habrá de continuar, algo que la propuesta oficial actual desecha. Por esto han tomado el camino de la especulación contra la deuda mexicana en general. Por su parte, el gobierno tiene sólo dos opciones: mantenerse firme en la idea de recapitalizar a Pemex a partir de sus propios fondos –lo cual hoy ya es posible– o negociar con la banca. Si logra afirmarse en la primera, habrá dado un paso gigantesco en crear las condiciones para la pacificación del país. Tiene algo a su favor. Algo que todos –las petroleras, la banca, las evaluadoras, el gobierno, etcétera– tienen en su baraja. A diferencia del año pasado, el T-mec ya se firmó. Es un universo ilimitado de inversiones que pueden representar un contrapeso a la presión de las petroleras. Ojalá y el secretario de Hacienda, Carlos Urzúa, encuentre las fuerzas y la habilidad para capitalizarlas.