a cumbre eclesial que se realizó el fin de semana anterior en el Vaticano para analizar los abusos sexuales perpetrados por sacerdotes, titulada La protección de los menores en la Iglesia, no sólo ha permitido conocer algunos de los aspectos más exasperantes del tradicional encubrimiento de las altas esferas del catolicismo a tales infractores, sino que permite constatar la dolorosa parálisis en la que se encuentra el papado ante tales delitos.
La amplitud de las protestas que se realizaron en Roma por grupos de víctimas y sus redes de apoyo contrasta con el escaso tiempo que les fue otorgado para expresarse intramuros y con la falta de voluntad o la incapacidad del papa Francisco para emprender una depuración a fondo de pederastas y otros abusadores sexuales enquistados no sólo en el bajo clero sino también en la jerarquía eclesiástica.
Características de ese inmovilismo fueron las palabras del cardenal Federico Lombardi, ex vocero de Benedicto XVI, quien respondió a las demandas de acciones contundentes –abrir los archivos, revisar expedientes, castigar a los encubridores y modificar el código canónico, por ejemplo– con una receta mediatizadora e inverosímil: enfrentar el problema con distintas acciones en materia de formación, cultura interna y sutileza canónica.
En ese contexto, ayer, último día del encuentro, el cardenal Reinhard Marx, arzobispo de Munich y presidente de la Conferencia Episcopal alemana, reconoció que nunca fueron creados los asientos documentales que habrían podido comprobar las agresiones y consignar los nombres de los responsables, o bien que los archivos correspondientes fueron destruidos.
De esa forma, resultaría imposible satisfacer la demanda generalizada –reiterada ayer mismo por la religiosa africana Verónica Openibo en el curso de la reunión– respecto de que la Iglesia haga públicas las cifras sobre casos denunciados de pederastia así como los procedimientos seguidos en cada uno de ellos.
Frente a ese panorama demoledor, el discurso de clausura pronunciado por Francisco resultó anticlimático y decepcionante para las víctimas y sus entornos: el primer pontífice latinoamericano se limitó a reiterar propósitos ya formulados con anterioridad, como cambiar la mentalidad
al interior de la Iglesia, hacer todo lo necesario para llevar ante la justicia
a los religiosos acusados de pederastia, un mayor rigor en la selección de los aspirantes a la vida religiosa y acompañar a las víctimas.
Por lo demás, en uno de sus posicionamientos más cuestionables, Francisco enumeró factores y circunstancias extraeclesiales que fomentan el abuso sexual en contra de menores –el entorno familiar, la escuela, las actividades deportivas y el turismo sexual– pero se abstuvo de transparentar en cifras la parte de la que es responsable la Iglesia que él preside, de presentar acciones concretas en materia de derecho canónico y de proponer mecanismos concretos para sancionar ese delito.
Lamentablemente, es posible que en estos días Jorge Mario Bergoglio, cercado por una burocracia vaticana corrompida y por jerarquías eclesiásticas conservadoras y proclives a la opacidad y al encubrimiento, haya perdido la última gran oportunidad de su pontificado para emprender un combate frontal a la pederastia y que el Vaticano siga sumido de manera indefinida en el estado de crisis y vergüenza al que hizo referencia Verónica Openibo.