Moscú, la capital en la que el tráfico vehicular es proporcional a las ganas de ir al sanitario
orrer hacia abajo y saltar escalones cuando el sentido común pide a gritos lo contrario, es la inevitable sensación que prevalece cuando se obtiene, como acaba de experimentar la capital de Rusia, el poco honroso primer lugar en una competencia que, paradójicamente, gana el que queda último.
Para decirlo sin circunloquios, Moscú es la ciudad con más congestionamiento vehicular del mundo –elegante manera que usan los expertos en movilidad y seguridad vial para describir los embotellamientos de toda la vida–, de acuerdo con el Índice global de tráfico, estudio anual más reciente que corresponde a 2018 de la compañía Inrix, especializada en calcular las variables y los costos del fenómeno.
Aseguran que su metodología, basada en el análisis de infinidad de factores permite sacar conclusiones lo más cercanas a la triste realidad. Sin embargo, para cualquier neófito resulta incomprensible porqué los conductores de Ciudad de México, con 218 horas perdidas al volante por año (cuarto lugar en la clasificación) están mejor que los moscovitas que, en el mismo periodo, desaprovecharon 210 horas, aunque quizás se deba a que concluyen que Moscú está 12 por ciento peor que el año anterior y la capital mexicana, 3 por ciento mejor. Vaya usted a saber.
Pero al margen de lo que afirmen los traficólogos –neologismo que debe aplicarse a quienes analizan el tránsito en las ciudades, por si alguien llegó a pensar otra cosa–, argumentar en defensa del honor moscovita, como hicieron sus autoridades municipales, que ahora se avanza ocho kilómetros por hora más rápido que en 2010, mueve a risa, la cual se torna en desesperación cuando no hay forma de llegar al destino y, horas después de infructuosa espera, tampoco se ve un baño en el horizonte.
Juan Pablo Duch, corresponsal