e encontré hace tiempo a Miguel León-Portilla en el pasillo del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Iba a entrevistarlo. Cuando intenté dirigirme al elevador me comentó que no servía.
–Espero que lo arreglen pronto –le dije mientras él subía con dificultad la escalera camino a su oficina.
–También yo, aunque llevo varios años esperando. A uno de esos genios administrativos se le ocurrió instalar un elevador francés porque era más bonito y ligeramente más barato que los conocidos Otis. Funcionó muy bien un tiempo pero se descompuso. Llevan años sin conseguir refacciones.
León-Portilla no tiene pelos en la lengua. Un día le comentó al rector De la Fuente que sus ingresos por El Colegio Nacional, por la Academia Mexicana de la Lengua y como investigador universitario le parecían excesivos en un país con tanta pobreza.
‘‘Yo podría vivir bien sólo con mis ingresos de la UNAM”.
En otra ocasión quise entrevistarlo para Televisa y me dijo que no. Que no lo tomara personal pero no le interesaba hablar para esa empresa. Y así era: pocos días después, cuando volví a buscarlo con la camiseta de un medio público, de inmediato me dio la entrevista. Le importan las camisetas. Parece que para él, en efecto, el medio es el mensaje.
Pero además de llamarme la atención de tratar a un hombre sin dobleces, me sorprendió también su capacidad de trabajo.
Su asistente nos recibió con un texto con inmensas letras, quizá de 56 puntos, para que León-Portilla pudiera leerlo. El historiador seguía con detenimiento el texto y hacía algunas observaciones.
Y ahora por algunos amigos comunes me enteré de que al estar hospitalizado no ha dejado de escribir.
Hace algunos años formé parte de dos jurados de premios editoriales. Y en ambos casos León-Portilla había publicado un par de libros que permitió que alguna institución los propusiera. Yo le di mi voto a cada libro en las dos ocasiones y en ambas el resto del jurado los hizo a un lado con ‘‘razones” que nada tenían que ver con las bases del concurso: ‘‘ya está muy grande”, ‘‘está muy visto”, ‘‘siempre habla del mismo tema”. ‘‘Por el número de usuarios nos deben importar más los libros que estudien el español que los libros dedicados a las lenguas originarias”.
Tiempo después la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos le otorgaba el Premio Leyenda Viva por haber estudiado ‘‘la lengua y la literatura náhuatl con una energía inagotable y una profundidad de entendimiento poco común. En el continente americano existen pocos que hayan hecho tanto por esclarecer una filosofía indígena como León-Portilla”.
¿Qué pensará León-Portilla sobre los desplantes de racismo que ha provocado la nominación de la oaxaqueña Yalitza Aparicio al Óscar?
Me atrevo a preguntarme eso porque su maestro Manuel Gamio le decía: ‘‘no pienses sólo en los indios muertos, piensa en los indios vivos”, y ha seguido su consejo.
Leon-Portilla conoce de la discriminación al mundo indígena. Cuando estudiaba en Estados Unidos a los presocráticos como Heráclito y Parménides y vio los textos de Nezahualcóyotl, Ayocuan o Tochihuitzin, y le pareció que los pensadores griegos y los del México antiguo se parecían.
Publicó su tesis La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes y muchos académicos e intelectuales ‘‘se rieron, creyeron que estaba loco, ‘¿cómo que los indios? Si ni piensan, cómo van a tener filosofía”. Y ese libro, hay que decirlo, se ha traducido a los principales idiomas occidentales e incluso al griego.
Los libros nuevos son los que no hemos leído, no los más recientes, no los recién publicados. La tesis ninguneada en su momento de León-Portilla, su Visión de los vencidos y por lo menos sus Quince poetas del mundo náhuatl, seguirán siendo las novedades editoriales por muchos años, los libros nuevos del 2090.
Qué bueno que la UNAM le rinda un homenaje a quien ha hecho a nuestro pasado y presente indígena tantos homenajes con sus libros. Un homenaje es un honor que se otorga, una muestra de respeto, la fidelidad que se ofrece.