Opinión
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Hacer y cambiar
C

onforme avanzan las tareas de la nueva administración se va dejando penetrante conciencia del grado de deterioro alcanzado en la vida nacional. Casi ninguna práctica, norma o institución parece escapar de elevados niveles en su descomposición. Se descubren, ya sin asombro, arraigados índices de daños, perversos tejemanejes y desviación de objetivos. La eficacia de las mismas o su posibilidad de servir al bienestar general, entraron en zonas muy alejadas de las necesidades y deseos para la utilidad general. A cada paso, se torna cada vez más evidente la relación de tal estado de cosas con la corrupción que las infesta. Actuar en este ambiente perverso, un tanto disfrazado a la vista ciudadana corriente por un enjambre difusivo, resulta un ejercicio por demás urgente. De pronto, muchas de las cojeras sistémicas, de los enredados modos de accionar quedan descobijados. Al atisbar lo desviado, lo ilegal incluso, se ve y ahora se siente como molesta, insoportable cotidianidad. Se había caído, incluso, en cínica costumbre de arrellanarse, convivir, incluso aceptar, como modus vivendi normal, tan injusto, amoral y cruel realidad.

La desesperación ante tal situación hizo estallar el talante de grandes sectores de la sociedad mexicana. Tan se llegó al punto de vital desacuerdo que, en un arranque de fastidio desesperado, se optó por aceptar la propuesta de cambio radical de modo de vida. Buena parte de la sociedad se han sumido en un proceso de transformaciones que mucho tiene de virtuosos afanes y plena aventura. El proceso se ha iniciado sin tardanza y con decidida, incluso aguerrida voluntad. Algunos piensan que el arranque y seguimiento continuos, han sido hasta violentos. Pero lo cierto es que no ha cesado el empuje hacia la búsqueda de nuevos panoramas.

En esta ruta los quiebres, los relinchos y los desacuerdos brotan casi de manera espontánea. No se implica aquí que los retobos, las críticas, la oposiciones sean siempre naturales. Muchas son, en efecto, inducidas, procreadas por los arraigados privilegios que se han confundido, a fuerza de su cotidianidad, en normas aceptadas. La mala fe y la defensa de intereses poderosos también pone su parte que, por lo regular, es la más sustanciosa.

A cada paso dado por el gobierno, el Presidente y los acicateados morenos, saltan las objeciones, los forzados cálculos que aseguran negar las bondades de las acciones en marcha. Dos, tres, cuatro ejemplos solitarios llevan a críticos famosos a generalizar que, en el nuevo talante presidencial, no cabe el argumento, la discusión, incluso la oposición racional. Se pasa, ipso facto, al anatema terminal, a la catástrofe en puerta, al obligado exorcismo del líder. Hablar frente al país cada mañana y desde Palacio Nacional se torna ejercicio alocado, bula estigmatizante, desplantes peligrosos para el ciudadano descobijado. Señalar a encumbrados personajes del pasado es inaceptable, peligroso para la libertad, afirman críticos presumiblemente severos. Se puede aceptar que las reformas llevadas a cabo (educativa, laboral o energética) encallaron de manera severa. Pero no es lícito, permisible ni correcto indiciar a quienes las promovieron y de ellas se sirvieron. Eso no es conveniente ni debe tolerarse, afirman. Si hay ilícitos, que se denuncien ante el Ministerio Público, pero no se atente contra el pudor, el honor de esas distinguidas, honestas, respetadas personas. Sujetos que no fueron, ni tampoco son, en verdad, desarmados ciudadanos.

Tres ex presidentes y varios influyentes ex secretarios tienen, aún hoy, recursos y resortes de respuesta y defensa. Lo cierto es que el daño ocasionado por ellos se coagula en la concentración de la riqueza y las oportunidades en detrimento de la empobrecida mayoría. Los masivos negocios acaparados por pequeños grupos, la extranjerización provocada en numerosos sectores adicionales (bancos, petróleo, electricidad, campo, construcción, transporte, etcétera) no han sido ajenos a las intenciones de estos denostados personajes. Para algunos difusores a lo mejor ocurrieron de manera inesperada, lateral, pero lo básico se hizo para bien de la República, alegan con suficiencia. El escándalo por el predicador que condena, que divide, hace que la crítica se indigne, se llene de santa cólera. En esta tarea de zapa habrán de continuar sin descanso. Ejercen, según sus liberales criterios, una labor en defensa de la libertad, para balancear el poder que tiende, según sus conclusiones, a concentrarse en desmesura.

Pocas veces se preguntan el por qué del creciente apoyo popular al Presidente y sus programas. La respuesta se les escapa o la dejan pasar. Pero la realidad apunta, con claridad, a la percepción mayoritaria del corajudo compromiso gubernamental con el interés general y con la justa honestidad. El nuevo gobierno impele, de bulto y con el ejemplo, al hacer cotidiano y, por ello, se confía que dará honestos resultados.