l turbulento Estado que Roosevelt heredó, producto de las torpezas de algunas de las administraciones que le precedieron y del periodo de preguerra, fue el detonador para uno de los proyectos más ambiciosos de beneficio social en la historia de Estados Unidos: la creación del welfare State o Estado de bienestar, que fue la plataforma de lanzamiento de diversos programas sociales en defensa de los más desprotegidos. A través de los años ha sido la razón de ser del Partido Demócrata. Sin embargo, primero Nixon, después Reagan y Bush padre e hijo, apoyados e impulsados por la camarilla más conservadora del Partido Republicano, han sido sus más conspicuos enemigos, y su empeño en erosionarlo e incluso demolerlo no ha cesado. Su blanco predilecto ha sido la reducción del Estado a su mínima expresión, y con ello el estrangulamiento de la burocracia y de algunas de las instituciones creadas para propiciar la eficiencia de su funcionamiento.
Ronald Reagan dio un golpe mortal al sindicalismo de los trabajadores al servicio del Estado cuando rompió la huelga de los controladores aéreos que luchaban por mejores condiciones de trabajo, despidiendo a más de 15 mil de ellos y además vetando la posibilidad para que trabajaran en la burocracia por el resto de su vida. El líder de la mayoría republicana en el Senado apoyó la decisión de Reagan, argumentando que la sociedad no respaldaba la sindicalización en una organización de servicio público. Años más tarde, Bill Clinton suspendería ese veto. Uno de los atropellos más recientes ocurrió en el estado de Wisconsin cuando el gobernador desconoció el derecho del sindicato de maestros, y por extensión el de todos los trabajadores al servicio del Estado, a negociar colectivamente sus condiciones de empleo. El gobierno de Trump ha expresado su intención de suprimir la agencia de protección al medio ambiente con argumentos no muy diferentes. El hecho es que en la filosofía de los gobiernos conservadores ha prevalecido la intención de adelgazar al Estado, incluyendo la supresión de millones de empleos mediante diversas medidas de dudosa astringencia presupuestaria
en beneficio de una no menos dudosa eficiencia en el servicio público.
La redistribución regresiva, lograda mediante la reforma fiscal orquestada por el Partido Republicano, que reduce el gravamen a las grandes corporaciones, fue un golpe más a la capacidad del gobierno para promover el Estado de bienestar. Oponerse al proyecto conservador para erosionar al Estado será, sin lugar a dudas, la agenda en la lucha por la presidencia y el Congreso en los próximos meses.
Por lo que se puede advertir, buena parte de la sociedad estadunidense apoya esa lucha, aunque con algunas reservas. Por esa razón, sería un error pensar que el triunfo aplastante que los demócratas obtuvieron en las elecciones del año pasado es una carta blanca para el desborde e ignorar que todavía hay un electorado que les pudiera dar la espalda porque ve con cautela e incluso desconfianza cambios radicales en la política.
Mark Shields, un respetado analista liberal, en una entrevista para la cadena PBS recordó que Nixon perdió el Congreso a manos de los demócratas en la primera elección intermedia después de llegar a la presidencia, pero en la siguiente elección ganó 49 de los 50 estados. Así ocurrió cuando Reagan, cuyo partido perdió el Congreso en la elección intermedia, y lo recuperó en la siguiente elección cuando ganó más de 49 escaños en la Cámara de Representantes. Algo no muy diferente sucedió a Obama en 2010 cuando los republicanos ganaron la Cámara Baja por un amplio margen. Diversos analistas políticos consideran que en esos eventos los errores de juicio de los demócratas y su engolosinamiento con sus triunfos han jugado un papel fundamental. Por esa razón, no debieran confundir el estado de desánimo que Trump ha impregnado en la sociedad con una abierta preferencia por un cambio radical en la política del país.