uego de la euforia que acompañó su lanzamiento como idea fuerza
de los nuevos mundos que configurarían la post Guerra Fría, la globalización empezó a hacer agua hasta encallar, crisis tras crisis, en playas poco generosas. Hoy, al calor de las fintas de una guerra comercial global, como sería la que anuncian Estados Unidos y China, y de la certeza de la desaceleración económica, sólo nos queda admitir que vivimos horas de angustia y desaliento.
Una y otra vez topamos con los panoramas y horizontes de un presente que amenaza volverse continuo, pero es poco lo que parece que podemos o queremos hacer al respecto. Envueltos en un consenso de pasividad resignada, los países, sus sociedades y Estados, parecen dispuestos a esperar lo peor y la política internacional se congela, mientras la confrontación local pone en alto riesgo la cohesión política y social alcanzada en 30 décadas de construcción difícil pero eficaz, de unos sistemas de convivencia fructífera entre capitalismo y democracia que la Gran Recesión puso a temblar y su secuela ha puesto contra la pared, donde más firmes parecían.
Es en las naciones más desarrolladas, en Europa y Estados Unidos de América, donde se dan cita hoy los nuevos jinetes apocalípticos que a muchos hacen recordar los años horribles de la Gran Depresión y el desplome de las democracias liberales europeas y luego la Segunda Guerra. Salir al paso de estas tendencias destructivas, debería ser la divisa unificadora de una sociedad internacional comprometida con la construcción de un nuevo orden global, pero no lo es. Es su contrario el que impera, aupado además por la negación irracional y militante desde el poder de dichas tendencias, junto con las más amenazantes, como el deterioro ambiental y el cambio climático.
Tomar nota de estas tensiones debía ser para nosotros obligado; como lo es pasar revista a la ruta adoptada a fines del siglo pasado para globalizarnos cuanto antes y sacar lecciones y consecuencias de una experiencia dramática a la vez que traumática. Ejercicios como estos no debían ser vistos sólo como ejercicios intelectuales o académicos, que vaya que hace falta, sino como un empeño político dirigido a iluminar tesis y acciones para nuestra política exterior, diplomática, económica, financiera y comercial.
Razones habrá, pero por lo pronto debe admitirse que no hemos brillado en prácticamente ninguna de esas parcelas del quehacer estatal. Y no en estos meses inaugurales de un nuevo gobierno que promete una Cuarta Transformación, sino a todo lo largo del ciclo de reforma económica y política que nos convirtió en una de las economías más abiertas del mundo y una democracia que, contra muchos y poderosos augurios, se afirmó como el mecanismo por excelencia para dirimir conflictos, fraguar consensos, renovar y transmitir el poder constituido. Nada más, pero tampoco menos.
El hecho es, sin embargo, que este novedoso mecanismo político económico imaginado como artificio central para propiciar el progreso nacional y el desarrollo económico y social, no ha rendido los frutos esperados ni prometidos. La economía crece muy por debajo de lo mínimo socialmente necesario y los empleos que se generan obligan a hablar de un mal empleo, por precario, inseguro y mal pagado. Y, por su parte, la democracia alcanzada no involucra activa y sostenidamente a la ciudadanía en la práctica indispensable de deliberación y estudio de la sociedad, sus problemas y perspectivas: sus representantes formales, indispensables por lo demás, han aprendido y muy bien el camino fácil de inventarse un mundo aparte y raro, muy raro, para quienes desde el llano pretenden darle al discurso democrático un sentido renovador o transformador por la vía de la pluralidad y el ejercicio del derecho. Así, la economía política de la Gran Transformación de fin de siglo, no crece ni redistribuye, segmenta el territorio y concentra riqueza, ingresos, oportunidades.
La práctica de gobierno directo desplegada por el presidente López Obrador es insuficiente para estos propósitos y puede, más pronto que tarde, probarse contraproducente al transmitir la imagen de un estilo personal que es, a la vez, estilo y forma de gobierno: el de un solo hombre. La falta de costumbres parlamentarias elementales pero fundamentales, como la de las preguntas periódicas a los gobernantes por parte de los órganos colegiados representativos del Congreso de la Unión y los congresos locales, es cada día más nociva y debe corregirse, como subsanarse la ausencia de una investigación periodística cotidiana y concebida como el complemento indispensable de la deliberación democrática entre los partidos, los legisladores y la academia.
No es esta otra gran iniciativa
para el despertar, sino una convocatoria para asumir cuanto antes la que sí es ya una de nuestras grandes carencias. Sin intercambio y confrontación ordenados y sistemáticos de ideas, visiones, proyectos, con vocación explícita de aterrizar en leyes, reformas, iniciativas y recursos, la democracia se vuelve páramo y la relación social comunicativa empieza a ser vista por el poder como prescindible. El principio del vaciamiento de un orden de por sí precario y de la irrupción de los poderes salvajes, en la economía como en la política; en la educación y la cultura. En la información y la conversa.
El herradero global y local.