a violencia que desde hace varios años golpea a Veracruz ha cobrado una dinámica propia que parece haber encontrado la forma de aurorreplicarse a despecho de que se renueve el gobierno estatal, los programas de seguridad, los despliegues policiaco-militares, las expectativas ciudadanas o todo a la vez. Los índices delictivos en la entidad pueden registrar temporales bajas (como sucedió en el primer semestre de 2018, cuando según el Sistema Nacional de Seguridad Pública disminuyó ligeramente el número de asesinatos y secuestros), pero antes de que las autoridades de turno puedan ufanarse del logro, la criminalidad gana nuevo impulso y vuelve a colocar al estado entre los más violentos del país.
Eso indica, de nueva cuenta, el reporte dado a conocer ayer por la Fiscalía General del estado veracruzano, de acuerdo con el cual no sólo se ha incrementado la tasa de homicidios, sino también la de secuestros, delitos que vienen siendo un flagelo para la población en general y para las mujeres en especial, expuestas a una violencia de género que en 2018 dejó un saldo de más de 30 victimadas por mes. De nada han valido, hasta ahora, las medidas preventivas, los planes para abatir el delito y los exhortos como el lanzado por la Iglesia católica, que llama a terminar con el derramamiento de sangre: la barbarie sigue extendiéndose en sus diversas manifestaciones por municipios como Coatzacoalcos, Cosoleacaque, Ixhuatlán, Minatitlán o Nanchital, donde el gobierno central dispuso reforzar la seguridad con el envío de 600 elementos, aunque de momento no se ha informado si serán militares, marinos o integrantes de la Policía Federal.
Preocupan especialmente los llamados delitos de alto impacto, en la medida en que atentan contra la vida de las personas; pero están lejos de ser los únicos que afectan a los veracruzanos: a los homicidios, violaciones, feminicidios, secuestros, levantones (incluidos los de menores de 17 años) y robos con violencia se le suman robos a casas y negocios, de vehículos, extorsiones, lesiones dolosas y episodios de violencia familiar en distintos grados cuya recurrencia también ha ido a la alza.
Naturalmente, no es Veracruz la única entidad de la República que padece el azote de la violencia, pero en ésta se muestra con perfiles despiadados. A menudo las víctimas evidencian, por ejemplo, huellas de tortura o descuartizamiento que las autoridades suelen atribuir a cruentos conflictos entre bandas criminales, pero que en cualquier caso son síntomas de un agobiante estado de descomposición social. Hace algunos años, cuando las estadísticas sobre delincuencia empezaban a inquietar en la entidad, se atribuía a aquélla al descontrol político, idea que dejó paso a la hipótesis de que era resultado de la desafortunada guerra contra las drogas
emprendida por la administración de Felipe Calderón. Lo cierto es que ahora, cuando las tensiones provocadas por esos dos factores han disminuido, la curva de la violencia continúa hacia arriba, dato que exige un serio replanteo de las estrategias gubernamentales de desarrollo económico y social, y en especial la adopción de medidas que acaben de una vez por todas con la escandalosa impunidad que prevalece en el estado.