Cultura
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Vox Libris
La vida escondida entre los libros
Periódico La Jornada
Domingo 17 de febrero de 2019, p. a12

La escritora Stephanie Butland, en su obra La vida escondida entre los libros, rinde homenaje a la lectura y a todas las personas que encuentran en ese hábito su redención. También es un canto de amor a los libros. Con autorización del sello español Lince, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de esta novela ‘‘irresistible, desgarradora y de una gran intensidad emocional’’.

Un libro es el humo que desprende la cerilla un segundo antes de arder.

Archie dice que los libros son nuestros mejores amantes y nuestros amigos más provocadores. Tiene razón, pero yo también la tengo. Los libros pueden hacerte daño.

Creí que lo sabía el día en que me encontré aquel libro de Brian Patten. Pero resultó que aún tenía mucho que aprender.

Normalmente me bajo de la bicicleta antes de llegar al trabajo y camino junto a ella un buen trecho. Una vez pasas la parada del autobús, el camino empedrado se estrecha y lo mismo ocurre con las aceras en esta parte de York, por lo que resulta mucho menos molesto así. Esa mañana de febrero, estaba tratando de sortear a una conductora, que tenía las ruedas delanteras ya en el asfalto, mientras las traseras seguían en la acera, cuando vi el libro.

Estaba en el suelo, junto a la papelera, como si alguien hubiese intentado encestarlo sin éxito y le hubiese importado tan poco que ni siquiera se había detenido a recogerlo. En cualquier caso, me detuve. Por supuesto. ¿Quién no rescataría un libro? La mujer del coche chasqueó la lengua, aunque no le había hecho ningún daño. Parecía la clase de mujer que se pasa el día chasqueando la lengua como si en vez de una mujer fuese una máquina de respuestas negativas. He conocido a un montón de ellas; aparecieron cuando me hice el piercing en la nariz. Y les alegro el día si consiguen ver alguno de mis tatuajes.

La ignoré. Recogí el libro. Era Grinning Jack. Estaba en perfecto estado, solo un poco húmedo en la contraportada, por haber estado en el suelo, pero, por lo demás, perfecto. Tenía un par de páginas dobladas, limpiamente dobladas, formando pequeños triángulos perfectos en las esquinas. Yo no acostumbro a hacerlo, porque me gusta mantener los libros intactos, y de todos modos, ¿tan difícil es encontrar un punto de libro? Siempre tienes algo a mano. Un billete de autobús, el envoltorio de unas galletas, un trocito de una factura. Pese a todo, me gusta pensar que hay quien encuentra en determinadas páginas palabras tan importantes que le llevan a marcarlas para no olvidarlas nunca. (Lo de marcar, en el sentido figurativo, se viene haciendo desde la década de 1570. Quizá te interese saberlo. Cuando trabajas a cinco metros de cuatro estanterías repletas de diccionarios, enciclopedias y tesauros, sería de lo más grosero por mi parte no saber esa clase de cosas.)

Al grano, que, como dice Archie, me pierdo. La mujer del coche me dijo:

–Disculpa, no puedo ver lo que hay detrás de ti.

Habló educadamente, así que subí la rueda trasera de mi bicicleta a la acera para que pudiera observar el tráfico. Y luego recordé que no debo asumir ciertas cosas, que no debo prejuzgar a la gente. A todo el mundo puede gustarle la poesía. Incluso a la gente que chasquea la lengua a las ciclistas.

Así que pregunté:

–¿Este libro es suyo? Estaba en el suelo.

Me miró. La vi fijarse en el piercing y en que, aunque mi pelo es negro, las raíces son castañas, y luego la vi dudar, pero, para ser honestas, debería admitir que decidió no juzgarme por eso, o puede que mis uñas limpias y mis dientes igualmente limpios acabaran de inclinar la balanza a mi favor. Se encogió de hombros un poco.

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▲ Stephanie Butland en imagen incluida en el libro.Foto © Cariol

–No recuerdo cuál fue la última vez que hojeé un libro que no tuviera pestañas –dijo, y por un momento pensé en darle el libro. Pero antes de que pudiera ofrecérselo, se abrió un hueco en el tráfico, y ella arrancó, murmurando algo sobre ir a nadar con su hijo. Miré a mi alrededor, para ver si había alguien cerca que hubiera dejado caer al suelo a un poeta de Liverpool, o si alguien estaba volviendo sobre sus pasos, buscando, con la vista clavada en el suelo. Vi a una mujer en la puerta de la licorería que revolvía el bolso, buscando algo, y estaba a punto de acercarme cuando me di cuenta de que era el móvil lo que buscaba, pues acababa de encontrarlo y justo entonces descolgaba. No era suyo, entonces. No había ni rastro de alguien que buscase un libro perdido. Pensé en dejarlo en el alféizar de la licorería, como harías con un guante abandonado, pero con aquel tiempo el libro no tardaría en echarse a perder, así que lo metí en la cesta –sí, tengo una bicicleta con una cesta en la parte delantera, ¿qué pasa?– y seguí mi camino hasta la tienda de libros de segunda mano en la que trabajo desde hace diez años, desde los quince.

Los miércoles entro más tarde porque los martes me quedo hasta tarde por culpa del club de lectura, que por lo general degenera en algo mucho menos interesante después de la segunda copa de vino. Una de las asistentes se está divorciando. Las demás la envidian, o no lo aprueban, aunque fingen compadecerla. Para un rato, está bien, pero, a la larga, resulta desagradable, como Swift.

Una de las cosas que me gustan del club de lectura es que nos limitamos a acogerlo, no lo organizamos nosotros, así que puedo tomarme una taza de té y ordenar la librería, y escuchar un poco lo que dicen, y retirarme a la inopia cuando me apetece. Me permite hacer cosas que no puedo hacer cuando la tienda está abierta; es increíble la de cosas que puedes llegar a hacer cuando no te interrumpen. Archie dice que si todo dependiera de mí, las librerías parecerían viejas tiendas de comestibles, tendrían un mostrador y estantes detrás de él, y nadie podría desordenar los libros que yo tan maravillosamente habría ordenado. Yo le digo que no está siendo justo conmigo, pero lo cierto es que no le diría que no a un Carnet del Buen Cliente de Librería. Para conseguirlo, no tendrían más que aprender ciertas normas básicas: dejar el libro en el sitio en el que lo has encontrado, tratarlo con respeto y no comportarte como un imbécil con la gente que trabaja en la librería. No es tan difícil. Piénsalo.

Cuando entré, todo estaba muy tranquilo. Se me había hecho un poco tarde, en parte por culpa de Brian Patten, pero de todas formas llegaba a tiempo para el turno de las once. Me quedo después de cerrar lo bastante a menudo para que Archie haga la vista gorda cuando tengo un capítulo urgente que terminar, así que no pasa nada. Después de poner el candado a la bicicleta, entré en la cafetería de al lado para pedir un té y un café para Archie antes de empezar mi turno. Si ignoras las flores de seda y los ridículos carteles en los que puede leerse cuando llegas, eres un extraño; cuando te vas, un amigo, podrías considerar al Café Ami un vecino considerablemente bueno (...)