Opinión
Ver día anteriorMartes 12 de febrero de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Carlos Torres: un habitante de París
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na vasta retrospectiva de la obra de Carlos Torres se abrió al público el pasado jueves en el Instituto de México en Francia, el cual comienza las celebraciones de su cuadragésimo aniversario con esta exposición.

La elección de Carlos Torres para iniciar los festejos es un verdadero atino. Más allá de la originalidad de su pintura y la manera de extraer la luz del fondo de sus telas como una emanación, los muchos años de la existencia de Carlos en esta ciudad hacen de él un verdadero habitante de París. El camino recorrido para llegar a esta capital fue largo, pródigo en descubrimientos y vicisitudes. Cambios de vida radicales que lo hicieron pasar de un avatar a otro, rencarnándolo el mismo y distinto a la vez en los lugares donde se sabía de paso.

Del pueblo de Peña Blanca, en la sierra de Chihuahua, donde nació y vivió su infancia, Carlos Torres guarda el recuerdo de sus primeros y decisivos deslumbramientos frente a la luz. Irradiación luminosa del sol, cegadora en un cielo sin nubes, velada por los nubarrones o la bruma de los días que se anuncian lluviosos. Débiles chispas que titilan en las llamas de las velas encendidas durante la noche: a Peña Blanca aún no había llegado la electricidad durante la infancia de Carlos. Del centellear de sus recuerdos brota, acaso, la luminosidad que emana de sus telas. Torres no cesará de tratar de fijar la huidiza luz con sus pinceles. Pero, ¿cómo atrapar el inasible milagro de la luz de hacer visible lo invisible? Acaso desapareciéndolo en su contrario, cubriendo la claridad con las sombras de la noche, sumiendo el día en la oscuridad, borrando el resplandor en las tinieblas.

Un fragmento rectangular de cielo azul pálido, donde flota una nubecilla blanca, aparece tanto más luminoso en el centro de la tela porque se halla rodeado de capas de pintura negra por todos lados. A su lado, un rectángulo negro en el centro del cuadro se encuentra encerrado en el firmamento que lo hunde en su propio abismo. Díptico de la aparición y la desaparición, luz y oscuridad, plenitud y vacío, ausencia y presencia. Quien se detiene a contemplar el díptico no puede saber que tal vez Carlos Torres cubrió toda la tela con el azul del cielo, antes de desaparecer, de manera irreversible, bajo la capa de pintura negra, aquí un rectángulo oscuro al centro, allá todo el derredor de un fragmento celeste. El artista traza al azar una línea blanca en cualquier parte de la tela, la desplaza a su antojo y desaparece el fragmento recorrido que desplaza a otra tela. Ocultar y borrar para ver mejor. Velos del erotismo para recuperar lo extraviado en el extravío. Seguirá el mismo procedimiento de desapariciones en sus otras obras. Incluso en esculturas de las que entierra una parte en un bloque de piedra o cemento.

Para proseguir sus estudios, el joven Carlos emigra de Peña Blanca a Chihuahua, la capital del estado. Ahí descubre semáforos en las esquinas de las calles, postes de luz y faroles eléctricos, lámparas, candiles, focos. Sus primeras telas serán claroscuros. Durante una época, se aloja con una familia de mormones, donde reina la sobriedad: ni cigarros, ni vino, ni siquiera café. Ahí aprende a hablar inglés.

Ya seguro de su vocación, llega a la ciudad de México, donde estudia pintura en La Esmeralda. Pero su sueño es conocer París, la llamada ‘‘ciudad luz”, adonde llega en 1974. Durante un buen tiempo colabora en el taller parisiense del artista venezolano Carlos Cruz-Diez. Carlos aprende trabajando en ese taller familiar, a la manera de los aprendices del Renacimiento.

La belleza de París lo fascina: siente miedo de quedarse para siempre en esta ciudad. El angustiante sentimiento desaparece una tarde, de pie en el centro del Pont des Arts, cuando tiene la impresión de encontrarse en la parte más alta del planeta, en su cima, y deja de soñar en otras ciudades, al sentirse al fin en su lugar, el lugar que le pertenece y al que pertenece.